jueves, 6 de mayo de 2010

III

III
Ya es tarde. No demasiado tarde, pero los últimos rayos del sol aguados por la lluvia comienzan a desaparecer por el horizonte, un horizonte cubierto de edificios, farolas, monumentos. París. París anochece en todo su esplendor. Las luces de las farolas se encienden, las calles quedan alumbradas por una luz tenue y blanquecina. Tenebrosa y romántica a la vez.
Edmund pasea. No puede volver a casa, aún no. Colin vuelve a estar con Itzel, y probablemente Lucille esté allí. A la espera, como una tigresa, agazapada bajo la hierba. Colin había cumplido su promesa, le había avisado. Y volvería a hacerlo cuando ella, o ellas, se marcharan.
« Echado de mi propia casa», piensa, aunque no es del todo así. Ha sido Edmund el que ha huido, el que no quería estar allí cuando llegasen ellas.
Su pensamiento queda ahogado por un recuerdo, una imagen dolorosa. Se repite una y otra vez, torturándole.
« Edmund, no quiero volver a verte nunca más» Ella grita, su voz apagada por una nube de lágrimas, y corre, deseando que así sea. Que sus palabras sean ciertas y nunca jamás vuelva a verlo.
« Estúpido, es lo mejor», contraataca una parte de su mente, cansada de tanto dramatismo. La vida continúa.
Una niña pasa a su lado, rápida, su cabello rubio oscuro ondeando al viento. El se aparta de un salto, temeroso de que le atropelle con los patines, pero ni siquiera la presta atención. Sí levanta la cabeza sin embargo cuando otra joven, también en patines, se cruza con él segundos después. Los ojos de Edmund se unen a los ojos verdes de la patinadora. Unos ojos profundos, enmarcados por unas pestañas largas y oscuras. La reconoce. Su corazón rompe a latir con fuerza, y piensa:
«Es ella, ¡La chica del metro!»
Pero ella ya ha pasado patinando tras de Blanche, que le lleva al menos cuatro metros de distancia. Encontrarse allí, ésta vez sí, había sido una casualidad.
Edmund se gira, preguntándose:
« ¿De verdad es ella?»
No está seguro, no se fía de sí mismo. Podía ser su mente, que le juega malas pasadas. Introduce la mano en el bolsillo, buscando el sobre blanco. Pero allí ya no hay nada.