miércoles, 26 de mayo de 2010

VI

VI
La ropa está tendida, los estómagos están saciados. Jacques se ha tranquilizado en parte, y aunque Eloise le llama al móvil repetidamente, Danielle le obliga a desconectarlo. Es lo mejor.
Jacques hace un buen rato que se ha quedado dormido.
Danielle aprovecha para escaparse un rato; se pone los pantalones de chándal y a correr. Una vez que uno se acostumbra, es como una adicción, no se puede parar. Y tampoco quiere dejar mucho tiempo solo a Jacques, es capaz de cometer cualquier locura.
Corre por Rue Max Jacob, observando los árboles pelados por el frío, los charcos de los parques, los niños que juegan a pesar de todo, el ruido de la ciudad que respira. Respira con sus coches, sus pájaros, sus habitantes. Sonríe. Piensa en detenerse unos instantes y observar a aquellos críos que juegan a ver cuál de ellos atraviesa más barras sin caerse, pero no, algo la impulsa a continuar.
Y él está allí.
Solo que ella, ya no es ella. Corre, llena de reconocimiento, le abraza.
Pero él sí es él.
Edmund se gira sorprendido. La ve. No puede creerlo.
– ¡Sabía que te conocía de algo!- exclama.
Están muy cerca, pero a él parece no importarle. Es más, esboza una media sonrisa de diversión. Ella en cambio tiene los ojos muy abiertos, está sorprendida. Tal vez demasiado.
« ¿Qué estás haciendo?», piensa.
La joven respira entrecortadamente, como si se quedara sin aire, aunque no es así. Hiperventila. Ahora lo comprende, y está nerviosa, terriblemente nerviosa.
Edmund le observa con sus enormes ojos grises, sólo que aquellos ojos grises no la reconocen, no la aman. En absoluto. Únicamente muestran un profundo y desconcertante interés. Es ella la que da un paso hacia atrás, casi mareada.
– Dime, ¿De qué te conozco?- pregunta él. Medio sonríe. No puede parar de mirarla. Hay algo en ella. Algo especial… Y sin embargo ella parece… ¿Asustada?
Ella aprieta los labios. ¡Dios mío! Sabe que acaba de meter la pata hasta el fondo, que aquello es un terrible error, pero… ¿Dónde se ha metido él? Le busca en el interior de los ojos grises del joven. Nada, no hay nada.
« ¿Dónde estás?», piensa.
Y Edmund sigue esperando, pero ella no puede hablar. No debe hablar. Sería empeorar aún más las cosas.
La sonrisa del joven se desvanece ligeramente mientras ella se mira las manos, dubitativamente, y después lo decide. Sí, es lo mejor. Echa a correr, y deja a Edmund atrás, allí, desconcertado.
– Pero…
« ¿A dónde vas?»
Parpadea, esperando verla desaparecer, que todo haya sido un espejismo. Una broma de su imaginación. Pero no es así, ella sigue allí, alejándose.
«No lo entiendo», piensa al fin, mordiéndose el labio inferior.

V

V
El timbre suena.
– ¿Diga?- dice Danielle mientras sujeta el peine entre los dientes. Va cargada con una lavadora para tender, aprieta al botón del interfono con la nariz.
– Soy yo. ¿Puedo subir?
Danielle vuelve a pulsar el botón y se pregunta:
« ¿A qué viene ésa pregunta tan estúpida?»
Echa la ropa en una silla, y acaba de peinarse. El timbre de casa suena un par de minutos después.
Danielle abre la puerta, preparada para decir una frase burlona, pero se encuentra a un Jacques cabizbajo, un Jacques que desea golpearse la cabeza contra la pared hasta la muerte.
– Jacques… ¿Qué ha pasado?
– Soy idiota…
– Es por Eloise, ¿Verdad? ¿Has tenido una recidiva?
– ¿Una recidiva?- Jacques aprieta los labios— Está en casa, como si nada hubiese pasado.
Danielle permite que su boca caiga como un resorte, y después dice:
– ¿Qué?
– Sí, así me he quedado yo. Encima me ha echado en cara que haya guardado sus cosas. ¿Te lo puedes creer?
– ¿Qué ha pasado después?
Danielle sabe a ciencia cierta que Jacques es demasiado bueno como para haberla echado, de tan bueno es tonto.
– Ella… Yo… Bueno, ya sabes. Yo la quiero.
No necesitaba más para hacerse más o menos la idea de lo que había pasado.
– O sea, que la tienes en casa- calla unos instantes, después decide ser sincera— sí, eres un poco gilipollas, la verdad.
– He venido cuando se ha metido en la ducha.
– Cobarde- le mira, incapaz de creerlo— ¿Y qué piensas hacer? ¿Esperar hasta que se marche?
Él se muerde el labio inferior, sabiéndose descubierto.
– Ése era el plan.
– No lo entiendo, ¿Por qué no puedes ser como cualquier persona normal y decirle “hasta luego”? Eres masoquista.
– Yo…
– Lo sé, quieres a Eloise- puso los ojos en blanco— ¿Pero no ves que así sólo te torturas?
– Por favor, déjame quedarme hasta que se vaya…
Casi está al borde del llanto.
– Idiota, claro que puedes quedarte. ¿Pero crees que eso será antes, o después de que se acabe el mundo? ¿Y si se adueña de tu casa?
– Mañana a las seis sale su avión…
– De fin de semana a casa del chico al que he dejado tirado. ¡Mira que es retorcido!
Jacques arruga los labios.
« Joder, ¡Qué asco de vida!», piensa.
– ¿Podemos hablar de otra cosa?- dice.
Ella medio sonríe, y le atrae hacia ella.
– Anda, dame un achuchón.
Él traga saliva. Intenta no llorar, y aquel incómodo nudo de lágrimas se ha acomodado en su garganta. Se agarra fuertemente a Danielle, que permite que la aplaste durante unos instantes. Después le detiene:
– Eh, eh, controla tu fuerza, no me dejas respirar.
Él ríe, sorbiéndose los mocos. Y ésta vez es ella quien lo dice:
– ¿Por qué habrá vuelto?
Pero no quiere que Jacques siga pensando en el tema, ha sido una pregunta mental formulada en voz alta. Se corrige rápidamente.
– ¿Quieres que cantemos un poquito, o me ayudas a tender?
– When I see your smile…- entona, ocultando la cabeza entre el cabello de Danielle. Su voz sale ahogada. Después, se echa a llorar, dice— Ni pizca de ganas de tender.
Danielle le abraza más fuerte, y piensa:
«Mírale, más blandito que un oso de peluche»
Sonríe. En realidad eso es una parte de lo que le hace tan genial.

IV

IV
El timbre suena una y otra vez, pero Jacques está profundamente dormido, con la cabeza oculta tras la almohada.
– ¿Y este tío qué? ¿Por qué no abre?- refunfuña ella al otro lado.
El teléfono de casa suena, Jacques tarda unos minutos en oír el sonido, vincularlo al objeto del que procede, y contestar.
– ¿Sí?- le parece que hace varios minutos que ha hablado con Danielle, pero tal vez haya pasado un poco más.
– ¿Por qué no contestas al timbre?- la voz de ella suena irritada.
Jacques aprieta los labios. ¿Qué demonios…? Corre a abrir la puerta.
– Vuelve a llamar…- dice con voz ronca.
Ella obedece, aún refunfuñando.
– Ya subo.
Ella cuelga el teléfono, él se pregunta si ha confundido la voz.
« No puede ser posible», piensa. Y sin embargo sabe que es Eloise la que sube en el ascensor. No puede haberse equivocado.
Sujeta el pomo de la puerta, esperando a que se encienda la luz del pasillo, nervioso. Dios mío, ¿Qué hace ella aquí?, ¿Por qué está ella aquí? Le sudan las manos. ¿Y si ha vuelto? ¿Y si le echaba tanto de menos que ha dejado Londres por él?
Una muchacha bajita y delgada de cabellos negros y ondulados, ojos marrones ocultos tras unas gafas de sol que chocan con sus pestañas, y un vestido verde corto, demasiado corto, enciende la luz y se dirige a la puerta de Jacques. No quedan dudas. Es ella.
Ella llama a la puerta. Él tarda unos segundos en autoconvencerse, y en atreverse a abrir la puerta. Tal vez estaba soñando, tal vez cuando abriese la puerta Eloise desaparecería, él despertaría y aquello sólo habría sido un sueño. Tal vez habría sido mejor así. Abre, y ella sonríe:
– Hola, Jay- no hay muestras de irritabilidad, la habrá perdido en el agujero del ascensor.
Él no puede evitar hacer la pregunta, por muy estúpida que parezca.
– ¿Eloise?
– Claro, tonto- dice ella, enarcando las cejas. Lo achaca a la cara de recién despertado que tiene Jacques— ¿Quién si no? ¿O es que te has estado viendo con otra?
Jacques ignora deliberadamente aquella pregunta.
– ¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar en Londres?
Ella sonríe, mostrando dos filas de dientes blancos y perfectos.
– Sí, pero me aburría. ¡Es fin de semana! Echaba de menos París.
Él se clava un puñal mentalmente.
«No me echaba de menos a mí, echaba de menos París»
– ¿Y qué haces aquí?
Está demasiado conmocionado como para darse cuenta de que repite la pregunta.
– Pensé que podíamos pasar un rato juntos.
Mira de reojo a través de la puerta, como si esperase encontrar a otra allí. Jacques se hace a un lado.
– Entra.
Eloise le besa en la mejilla y entra en la casa, dejando una mini maleta después de la puerta.
– Vaya, tienes la casa muy ordenada.
Sonríe. Como si no supiese que Jacques es un maniaco del orden.
– Sí.
– Bueno, ¿Y qué has hecho estos días? ¿Qué tal la semana?
Él aprieta los labios.
« ¿Intentar olvidarte?», aquella es la pregunta que empuja a través de su garganta, queriendo ser libre.
– Nada en especial- dice finalmente— ¿Y tú?
– ¡No te lo imaginas! Londres es precioso. Pero precioso con mayúsculas. Es como… No sé con qué compararlo para que me comprendas… Y los londinenses… ¡Encantadores! No te imaginas…
Las palabras de Eloise se pierden en el aire de la habitación, mientras Jacques continúa preguntándose;
«Eloise, ¿por qué estás aquí? ¿Por qué has vuelto?»
Él no quiere oír todas las anécdotas que ella parece querer contarle, él quiere despertar. ¿Cómo va a olvidarla si ella de repente aparece allí, como si no hubiese pasado nada? Como si no se hubiese marchado…
– No me estás escuchando- dice minutos después, cuando hace una pregunta retórica y él no contesta.
Jacques siempre contesta a las preguntas retóricas, nunca las ha entendido.
– Sí, claro que te escucho.
– No, no lo haces.
Da una vuelta en redondo a su alrededor.
– ¿Oye? Esto parece más vacío.
Aprieta los labios, y Jacques observa su reacción, sabiéndose perdido.
– ¿Dónde están nuestras fotos? ¿Y él muñeco que compramos en Venecia?
Recorre el comedor, como si hubiese descubierto una terrible aberración, con la nariz arrugada.
– ¿Dónde están?- repite.
– Eloise, te has ido.
Jacques no puede decir otra cosa. ¿Qué importa donde estén los recuerdos cuando la realidad se ha acabado? C’est finí, los recuerdos duelen.
Ella grita:
– ¿Y qué? Me he ido, ¿Eso es motivo suficiente para borrar nuestro pasado?
Jacques no se lo puede creer.
«Definitivamente no entiendo a las mujeres», piensa.
– Están en el trastero, en una caja. ¿Los quieres? Puedes llevártelos a tu nueva vida, a Londres.
Se rinde. No quería ser hostil, pero no puede evitarlo.
Ella hace un mohín.
– Oh, cariño. Estoy siendo demasiado insensible contigo, ¿Verdad?- se acerca a él, le besa.
Y él, tonto de él, estúpido de él, se deja. Se deja aunque sabe que ella se volverá a ir, se volverá a marchar dejándole un recuerdo más que desechar en la caja de recuerdos dolorosos.

III

III
– ¡Hola!- el teléfono cuelga de su oreja mientras se afeita con una mano. Sonríe, si el viernes ya fue un gran día, el sábado pinta mucho mejor.
– Hola- responden al otro lado. Es una voz ligeramente agitada, como la de alguien que acaba de echar una carrera.
– Ah, eres tú.
Está ligeramente decepcionado. Esperaba que fuese otra persona.
– ¡Cuánta animosidad hacia mi persona!- Edmund frunce los labios, sin dejar de prestar atención a la carretera— ¿Te he hecho algo?
– Esperaba que fueses Itzel. Dos palabras: de-cepcionante.
Edmund ríe entre dientes. Está de buen humor.
– Estúpido, eso no son dos palabras. ¿Tienes planes con ella?
– ¡Obvio! Tengo que disfrutar de ella antes de que se canse de mí.
– ¿Por qué iba a cansarse?- Edmund se sorprende.
Normalmente es Colin el que se cansa rápido —demasiado rápido, en realidad— de las mujeres.
– Es lo que tienen las diosas, les interesas hasta que encuentran un humano mejor al que seducir.
Edmund menea la cabeza; Lo peor de todo, es que Colin está completamente convencido de lo que acaba de decir.
– Te gusta de verdad, ¿Eh?
Ya sabe la respuesta antes de que Colin abra la boca.
– ¿Qué dices? ¡No!
Antes muerto que admitir que dentro de él hay un corazón que siente y padece.
– Genial- no se cree ni una palabra, pero no merece la pena continuar por aquella línea— entonces qué, ¿Vais a salir por ahí o…?
Se queda en suspenso, esperando la respuesta de su amigo. Colin duda unos instantes, y Edmund acaba la frase.
– ¿…O me vas a echar de nuevo?
Ya lo ha adivinado.
– No tienes por qué irte. Pediré a Itzel que no se…
– No, no. Déjalo. Me vendrá bien estar un rato fuera.
Cuelga el teléfono antes de que Colin diga nada más. ¿Para qué quedarse en casa si su único compañero de piso está ocupado haciendo otras cosas? Y desde luego, es sábado, se niega en rotundo a estudiar.

II

II
Ella sonríe, encantada de su idea. Correr por la calle no es lo mismo en absoluto que correr por la playa.
Se sienta en la parada del autobús a esperar. Eso sí, el trayecto a casa es un poco más largo, y el bus es lento. Pero no importa, no hay nadie esperándola en casa. Blanche ha ido a pasar el fin de semana con Nicolette Legrange, y Denise Florit, en una fiesta de pijamas. Danielle había sido incapaz de negárselo. A ella también le hubiese gustado que a su edad le permitieran hacerlo.
Aún así, suspira. La casa estará muy vacía sin Blanche.
Ve pasar un coche negro, pero no le presta atención. Es un coche como otro cualquiera, solo que su conductor es Edmund. Él tampoco ve a Danielle, aunque está pensando indirectamente en ella;
« No logré alcanzar a la corredora de la playa, me habría gustado ver qué aspecto tenía»
¡Menuda sorpresa se habría llevado!
El autobús tarda aún un buen rato en llegar — ¡Casi veinte minutos!—, pero Danielle aguanta la espera pacientemente. Sube al bus, saluda al conductor, que debe de estar hasta las narices de que cada persona que monta le diga «hola», «Buenos días», o todos sus sucedáneos, pero sigue devolviendo el saludo una y otra vez. Se sienta en un hueco libre, y coge el móvil.
– ¡Hola!- saluda con voz alegre.
– ¿Mmm?- una voz somnolienta murmura al otro lado.
– ¿Jacques?
– Mmm… Sí.
Estaba dormido. Danielle está segura.
– Te he despertado, ¿Verdad?- ríe entre dientes.
– No, no. Claro que no.
Finge que su voz es menos áspera de lo que en realidad es. Sí, estaba dormido, pero no quiere que Danielle cuelgue. Hablar con ella le ayuda a no caer en aquella espiral de recuerdos cuyo vórtice es Eloise.
– ¿Ah, no? ¿Entonces qué hacías?
– Yo…- Jacques mira a su alrededor— estoy haciendo la cama, sí. Haciendo la cama…
«…Conmigo dentro»
– Ya.
No cuela.
– ¿Y tú qué haces?
– Estoy regresando a casa. Me levanté temprano y fui a la playa a correr.
– ¿A la playa? ¿Tú estás loca?
Ella sonríe.
– No, no estoy loca. Sólo se me ocurren cosas que a otros le parecerían locuras. Eso no me convierte en loca.
La imagen de Ravine Dumarais aparece en su mente, haciéndola temblar. Al día siguiente, cuando Danielle había llegado al hospital, ella ya no estaba en su habitación. Cuando preguntó, nadie sabía si le habían dado el alta o qué. Probablemente no había preguntado a las personas adecuadas.
– ¿Oye? ¿Me has oído?- pregunta Jacques, ahogando un bostezo.
– No, lo siento. ¿Qué has dicho?
– Preguntaba por Blanquita. ¿Hablaste con ella?
– No la he llamado aún. Hablé dos minutos con ella ayer, el tiempo necesario para que me dijera que se lo estaba pasando genial, y que si alguno de sus peces moría en su ausencia la culpa sería únicamente mía.
– No sé por qué no me sorprende- bromea Jacques— ¿Los peces han sobrevivido a esta noche?
– ¡Jacques!
– Nunca se te han dado muy bien las mascotas. ¿Te acuerdas de esa rana que cogimos en el río en tercero?
– ¡Eso no fue culpa mía! Se escapó del acuario- protesta Danielle a voz en grito. Algunos de los pasajeros se giran a mirarla. Jacques sonríe; adora la imagen indignada de Danielle por encima de cualquier otra. Bueno, tal vez su sonrisa la supere. Pero por muy poco.
– Bueno, ¿Y qué tal estás?- Danielle no quiere meter el dedo en la yaga, pero se preocupa. Quiere saber si Jacques acabará dentro de un agujero negro sin retorno, o si por el contrario está «viendo la luz», figuradamente, claro.
– Creo que bien- mira la habitación, de la que ha desaparecido cualquier rastro de que Eloise alguna vez estuvo ahí, y se encoge de hombros— mejor de lo esperado.
Danielle sonríe, aunque desconfía levemente. No sería la primera vez que Jacques la mentía acerca de su estado emocional. Es más, llevaba haciéndolo casi veinte años.
– ¿Seguro?
– Sí, seguro.
No está tan convencido como aparenta, ¿Pero qué más da? Al menos no se está hundiendo en el lodo hasta los codos.
– Vale- Danielle decide creerle— ¿Quieres que nos veamos luego?
Jacques duda unos instantes.
– Recuerda que estoy sola y desamparada. Anda, por favor.
¿Cómo iba a resistirse a eso? Él no sería capaz de decir que no a una petición así, sobre todo viniendo de Danielle.
– Está bien. Llámame a casa cuando llegues.
Ella responde que sí, y se despide, sonriendo triunfalmente.
Jacques cuelga el teléfono y se deja caer en la cama.
– Me aseguraré de que cuando llames siga dormido- dice con cara de felicidad. Dormir, ese sí que es su verdadero amor.

Capítulo 4. El error.

El abre los ojos, intentando discernir qué exactamente le ha despertado de aquel placentero sueño. La luz penetra ligera por la ventana, anunciando un nuevo y flamante día, los pájaros cantan suavemente… Pero no, no ha sido ninguna de aquellas cosas. Sólo un pensamiento ocupa a su mente;
« Quiero ir a la playa»
No, en realidad no quiere. Necesita. Necesita ir a la playa. Por ninguna razón. Y por todas.
Colin se ha despertado antes, y ha hecho el desayuno. Creo que se está disculpando por no haber hecho ninguno de los días la comida. Edmund sonríe, mientras su amigo coloca los platos en la mesa, con el arte de un camarero consumado.
– Et voilá, café, zumo, tostadas y cereales.
– Buenos días- dice Edmund, con la voz aún aletargada.
Colin se carcajea.
– Parece que fueras tú quien salió anoche, y no yo.
Edmund le escruta. La verdad es que tiene muy buena cara para haber estado toda la noche de fiesta, bebiendo, bailando y quién sabe qué más.
– Es cierto. ¿Qué tal lo pasaste?
– Estupendamente. Itzel es una diosa… ¡Una diosa!
Edmund medio sonríe, agitando la cabeza.
« Colin es de lo que no hay», piensa.
– Y su amiga…- Edmund hace una mueca— sí, sí. No pongas esa cara. ¿Cómo pudiste resistirte? Yo habría caído. Y tanto que habría caído. Dios mío, ¿Cómo puedes controlarte tanto?
– No puedo. Simplemente, me salvasteis a tiempo- miente Edmund.
– Ya, claro…
No es fácil engañar a Colin. La verdad, Edmund no es tan buen mentiroso como cree ser; cada vez que miente su ceja izquierda tiembla dos veces. Acusadora.
– Voy a ir a la playa hoy.
Casi sonríe. Lo ha decidido.
– ¿Hoy?- Colin le mira como si estuviese loco. Están a mediados de noviembre, llueve, y el frío cala en los huesos. Sí, por una vez Colin tiene razón. Es una locura.
– Sí, hoy. Me apetece.
Colin se encoge de hombros. ¿Qué puede decir? Cuando Edmund toma una decisión, no hay quién le saque de allí. Es un cabezota.

Camina por la playa, abrazándose al abrigo. Tal vez no ha sido una idea muy cuerda ir, pero está contento de haberlo hecho. Es el único caminante entre aquellas arenas suaves y compactas, el dueño de las olas ligeras que chocan contra la orilla. Sonríe, como no lo hace siempre que hay alguien delante, como no se permite hacerlo.
« Esto es tan bonito»
Se sienta en la arena, ignorando la humedad que cala sus pantalones. Se siente bien, demasiado bien en realidad. La soledad es un placer cuando no se convierte en costumbre. Centra la vista en el mar, lejano, mágico, hipnótico.
Unos brazos le rodean desde detrás, y él piensa.
« Ya estás aquí»
Sólo que ya no es exactamente él quien piensa.
Ella le da la vuelta, y le besa suavemente en los labios. Ambos, sin haber dicho nada, sabían que se encontrarían allí.
Se sienta entre sus piernas, y ríe. Él le hace cosquillas en la nuca con los labios. La ha echado de menos. Sí, y mucho. Ella se gira y le mira fijamente a los ojos. Aquellos ojos grises que parecen hablar por si solos, fundentes, atrayentes, enamorados.
Ella dibuja un corazón en la tierra, cuidadosamente. Piensa.
« Sin palabras, te quiero»
Sabe que él lo entenderá.
El dibuja otro, entrelazándolo con el de ella. Desea poder decir:
« No, yo te quiero más. Mucho más»
Pero ella niega con la cabeza, y le empuja suavemente con un brazo. Se levanta, y echa a correr. El sonríe, como si a ella no se ajustase la regla, como si con ella pudiese sonreír de verdad. Y corre tras ella. Se persiguen, se detienen, vuelven a correr. Como la vida misma, como el tiempo. Al fin, caen en la arena, agotados, empapados. Presos del mundo, un mundo al que no desean pertenecer.
Se besan, primero lento, después con necesidad. Se necesitan, se quieren, y sin embargo tienen tantas limitaciones. Tantas cosas que no pueden hacer, tantas cosas que no pueden decirse.
Ella le detiene cuando él comienza a desabrocharle el abrigo. No es el momento, no es el lugar. Es un sitio fantástico y están solos, pero hace demasiado frío.
Sonríe, y le besa de nuevo en los labios. Es un beso de despedida, dulce y amargo a la vez, como todas las despedidas.
Después se levanta, y sacudiendo la arena de su abrigo, echa a correr de nuevo.
Y él suspira. ¿Por qué las reglas deben ser tan estrictas? ¿Por qué ponerle ataduras al amor?

Se levanta de la arena, pensando:
« Dios mío, estoy empapado»
Vuelve a ser él. No es consciente de llevar tanto tiempo mojándose, la lluvia se había vuelto más enérgica, como los latidos de su corazón, que aún no se han ralentizado. Una chica corre a lo lejos, y se pregunta cómo no la ha visto pasar. No ha estado tan sólo como pensaba.
Se sacude la arena, que misteriosamente siempre se introduce hasta los lugares más recónditos y echa a andar. Pasa al lado de dos corazones dibujados en la arena, unidos por el destino, pero no está concentrado en el suelo que pisa. Observa aún a aquella chica que cada vez se hace más pequeña en su visión. Y sin saber por qué, echa a correr. Simplemente porque lo desea. Tal vez, sólo quiere verla de cerca, tal vez… ¿Quién sabe? La vida es un misterio.

jueves, 6 de mayo de 2010

V

V
– Venga ya- dice Nadine, poniendo la cara más incrédula de su repertorio— yo la he visto de lo más normal.
Danielle frunce el ceño. ¿Por qué Ravine sólo actuaba de forma extraña delante de ella? Era la segunda vez en un mismo día que se sentía estúpida por su causa.
– Bueno, ¿Y con Patrick qué?- dice, cambiando de tema. No desea saber más de Ravine en todo el día, al menos.
Una sonrisa boba con forma de medialuna perfecta se dibuja en los labios de Nadine— Empieza por el principio.
– Ayer fue no sé, distinto.
Danielle enarca las cejas. Nadine parece estar más hablando consigo misma que con la propia Danielle.
– Explícate.
– Es que no es fácil, fue raro.
– ¿Raro? ¿Por qué?
Nadine sonríe, sabe que está logrando exasperar a Danielle.
– Cuando le vi, lo supe. Supe que era el día- se encoge de hombros, y su felicidad es aún más patente.
– ¿El día de qué?
«Por el amor de Dios, ¿Tendré que sacárselo todo con sacacorchos?»
Pero Nadine ya se ha cansado de fingir reservas, y explota.
– Fue tan…No sé. ¿Sabes? Finalmente fue él quien se atrevió. Se iba a ir, cuando de repente se giró, y me descubrió mirándole. En su momento creí que me moría de vergüenza, pero gracias a eso dijo: Nadine, ¿Puedo hablar un momento contigo? Había más gente en el control, e hizo un gesto hacia el cuarto de sucio. ¡Quería hablar conmigo… a solas!
« Esto es otra cosa», piensa Danielle, vislumbrando a la que verdaderamente era Nadine Leleu, y no la joven de hace unos segundos.
– Fue… increíble. Y raro. Me dijo, hace mucho tiempo que quería hacer esto, pero no me había atrevido antes. ¡Y me besó!
Danielle ahoga un gritito de sorpresa, que suena como un gorgoteo. No sabe por qué le sorprende tanto, pero lo hace.
– Es completamente como en las películas… ¡Qué poco originales sois!- dice, intentando picarla.
Pero Nadine la ignora. Es demasiado feliz como para preocuparse de algo tan nimio como la envidia.
– ¿Sabes lo bien que besa? Es como…
– Claro que lo sé. También hizo ese espectáculo conmigo- bromea Danielle, divertida por la forma en la que Nadine cambia de expresión.
– Mira que eres… ¡Mala! Pues fue muy romántico.
– Ya, romántico.
Ríe, pensando en otros adjetivos con los que podría clasificarse.
– ¿Os pilló alguien?– pregunta Danielle imaginando a cualquiera de las rancias presenciando la escena, con la boca desencajada y un dedo acusador señalando a Nadine y a Patrick, besándose apasionadamente en el cuarto de sucio.
– Eso es lo mejor… Cuando salimos, todos nos observaban como si lo supieran. ¿Tú crees que habrán puesto cámaras en el cuarto de sucio?
Danielle se echa a reír, descontroladamente.
– ¡Anda ya! ¡Qué estupidez!
– ¡Oye!- se queja Nadine. Si le cuenta todo aquello, no es para que se ría a su costa ni mucho menos.
Danielle consigue dejar de reír, con los ojos húmedos, y pregunta:
– ¿Y por qué ayer? ¿Qué le hizo decidirse?- trataba de ponerse seria, aunque aún seguía imaginándose a las rancias en torno a una cámara, observando la escena como buitres.
Nadine ladea la cabeza, no se había hecho esas preguntas.
– No lo sé. ¿Acaso importa?
Danielle se sorprende.
– ¿Ho-la? Claro que importa.
Llevaban varios minutos sentadas en un banco del vestuario, ya vestidas. Pero sin intención ninguna de marcharse hasta que la conversación acabara, o hasta que sus estómagos las obligaran a acabarla.

IV

IV

– Espera, Blanche, espera- jadea Danielle, rodando aún sus patines. No puede con su alma.
– ¿Qué pasa?- dice su hermana, dando una vuelta completa con los patines, sin perder el equilibrio en ningún momento— ¿Ya estás cansada? ¡Eres una flojucha!
Danielle sonríe.
– Claro, ya estoy mayor- dice, tambaleándose hasta un banco con pasos vacilantes. Respira hondo.
– Vale, nos vamos ya a casa- acepta Blanche, haciendo un último sprint hasta el banco, y sentándose con total elegancia. Los patines son como una prolongación de sus piernas. Se ponen las deportivas y guardan los patines en la mochila.
– ¿Una carrerita hasta casa?- pregunta Blanche.
Danielle niega con la cabeza, pero después cambia de idea.
– ¡Tonto el último!- exclama, y echa a correr.
Blanche refunfuña unos segundos, después ríe a carcajadas. Danielle ha mirado hacia atrás para comprobar si la seguía, con tan mala suerte que ha chocado contra una farola. Blanche aprovecha para adelantarla, y Danielle se restriega la frente con la mano mientras intenta recuperar su posición. Imposible. Blanche es más rápida.
– Gané. ¡Tonta!
Danielle se agarra la mano a los costados, y respira hondo. Asiente con la cabeza, y Blanche se apunta un tanto en su lista mental. En aquel inventario lleno de derrotas, y algunas victorias que es la vida.
«Lo has conseguido», se dice Danielle. Ni siquiera ella está segura de a que se refiere exactamente.

Ya es más miércoles que martes, son las cuatro y cuarto de la mañana. Danielle se levanta, sobresaltada. Ha tenido un sueño extraño, pero no exactamente una pesadilla. No es de esos sueños que aterran al que los «vive», sólo es uno de esos que te desconciertan, y despiertas empapado en sudor, con la mente muy despierta. Sólo que Danielle no es capaz de recordar lo que soñaba. Únicamente sabe a ciencia cierta que no logrará volverse a dormir. Después de quince minutos intentando recordar de qué iba su sueño se mete en la ducha, y bosteza. Ha dormido fatal, hay algo que se le ha escapado y que la intranquiliza. Algo que ha olvidado, si es que alguna vez lo ha sabido.
– ¿Danielle?- dice la voz adormilada de Blanche al otro lado de la puerta. No habla muy alto, pero Danielle la oye claramente.
– Blanche, soy yo. Vuelve a la cama.
La muchacha bosteza, con los ojos semicerrados. Mastica un chicle imaginario, y se dirige inconscientemente a la cama de su hermana. Está más dormida que despierta.
El tiempo pasa. Danielle ha regresado a la cama, y se ha tumbado al lado de Blanche. Parece que va a lograr dormirse cuando suena aquel ladrón de sueños inacabados.
Blanche se cubre la cabeza con la almohada y continúa durmiendo, apaciblemente. Sin nada que pueda quitarle el sueño.
Danielle se levanta, deseando tirar el despertador por la ventana. Tal vez algún día lo haga. Busca el móvil, con la mandíbula desencajada en un bostezo y los ojos hinchados por el insomnio. Tiene un aspecto bastante deplorable.
Se mira al espejo, y suspira.
– Genial, eso soy yo.
Pero se encoge de hombros, y decide que aquel día sí hace falta. Se echará una buena capa de maquillaje para ocultar su aspecto somnoliento, aunque desgraciadamente, no será muy efectivo. Así es la vida, el maquillaje no hace milagros.
Teclea en el móvil un mensaje para Jacques, sin mirar mucho en qué es lo que escribe.
« ¡Hola! Que tengas un buen día. Ayer no supe nada de ti, espero que estés bien. Quiero tener noticias tuyas. Llámame luego, o lo haré yo.»
Después desayuna, Blanche hace acto de presencia cuando Danielle ya se está vistiendo.
– Jolín, no quiero levantarme hoy- remolonea, dando vueltas en la cama.
No hay discusión posible en ese tema, tiene que levantarse.
– Saluda a Mathias de mi parte, nos salva la vida cada mañana.
Blanche refunfuña, ocultando la boca bajo la almohada. Danielle entra en el juego.
– ¿Qué estás murmurando?
– ¿Sí o no?
– Sí o no, ¿Qué?
– A lo que he dicho- dice Blanche, sonriendo ampliamente. Aún es una sonrisa soñolienta.
– No.
– ¿Es esa tu respuesta final?
Danielle asiente. Ante lo desconocido, mejor una negación que un asentimiento.
– Vaya, ¡Qué pena!- dice Blanche, poniéndose en pie y caminando hacia el baño. Se pisa los bordes del pantalón del pijama, que le queda muy pero que muy largo.
– Suéltalo.
Danielle conoce lo suficiente a su hermana como para saber que no es capaz de marcharse sin decir lo que está pensando. Le pueden las ganas de hacer partícipe al mundo de su genialidad.
– Está bien, pero sólo por ser tú- se gira de un brinco, retorciendo el pantalón bajo sus pies— Te has negado a dejarme dormir un poco más, lo que conlleva a que no le dé al señor Legrange las gracias, y además, te has comprometido a comprarme más peces.
Danielle agita la cabeza.
– Ni hablar. En primer lugar, le darás las gracias al señor Legrange. En segundo lugar, ve a alimentar a los que ya tienes, si es que quieres que sobrevivan a mañana.
Blanche coloca sus manitas en las caderas, hincha las mejillas y suelta el aire de una sola vez.
– Bueno, pero… Pero…- no se le ocurre nada que decir, y enfila indignada hacia el comedor. Al llegar allí, lo olvida todo, Wanda persigue su dedo en bienvenida.
– Venga, ve a desayunar- Danielle aparece tras ella minutos después, y la mete prisa. Ella ya tiene que salir, pero Blanche tiene aún un rato para prepararse. Blanche echa de comer a los peces, y camina a saltitos hasta la cocina.
– Que tengas un buen día- se despide de Danielle.
– Pórtate bien.
Danielle sale por la puerta, deteniéndose unos segundos sobre la madera de la puerta ya cerrada.
« No quiero irme, ojalá pudiese quedarme», piensa.
Es uno de sus rituales, antes de continuar se prepara para el nuevo día. Aprieta el paraguas entre las manos, rezando para que no esté lloviendo. Sale al portal.
– No pudo ser.
La lluvia cae, insistente, inmutable. Danielle se encoge de hombros, abre el paraguas y echa a andar. Llega al metro minutos después, con la mano derecha —la mano que sujeta el paraguas—, insensibilizada. El frío es sustituido por un calor angustioso, el calor de la calefacción unido al calor desprendido por un grupo heterogéneo de personas, cada una de ellas con su propio destino, su propia historia que contar. Tarda unos minutos en llegar el metro al andén, y cuando lo hace sube cabizbaja, evitando las miradas de los ya muy agobiados pasajeros.
«Yo también necesito llegar», piensa, tratando de no empujar demasiado a nadie.
Alza la vista, comprobando si alguien la mira de manera ofendida. No. Una mujer lee, prácticamente abrazando el libro, algunas personas mueven la cabeza al son de la música que sale de su reproductor de música y que nadie más puede oír, otras bostezan tratando de evitar dormirse. Tanta gente junta. El agobio habitual de la hora punta.
Pero sí hay alguien que la mira. Un joven, que sonríe a medias, pensando.
« No puedo creerlo, es ella otra vez»
Pero ella no puede verlo, una mujer — precisemos, una grandísima mujer— se acaba de poner en medio, ocultándole de su vista.
Su parada llega, él mueve ligeramente la cabeza, y la ve marchar. Contrariado, se cruza de brazos. Ella ni siquiera se ha percatado de su existencia. ¿Pero qué está haciendo? ¿Por qué debería molestarle aquello?
Ella baja del metro, dando un pequeño salto y respirando, aliviada.
« ¡Dios mío!», piensa, « Unos minutos más, y habría muerto»
Sube las escaleras, tratando de no fatigarse demasiado, ni de golpear con su incontrolable bolso a las personas que habían decidido que las escaleras mecánicas subieran por ellos. ¿Qué? No es tan fácil conducir un bolso grande como el suyo.
– Es como subir del inframundo- refunfuña una joven a otra, haciendo una mueca de sueño.
Danielle sonríe, mirando el reloj. No llega tarde, pero eso no significa nada. El tiempo es un maldito tramposo, y cuando quieres darte cuenta le ha dado la vuelta a la situación.
Entra en el hospital, saludando a algunos conocidos que fuman en la entrada. No comparte aquel vicio, y tiene prisa por entrar. Vuelve a tener frío.
– Buenos días.
El guardia de seguridad ésta vez está despierto, y sonríe ampliamente.
– Está muy guapa hoy, señorita Baicry.
– Gracias.
Ella le devuelve la sonrisa, presurosa pero amable, aunque duda mucho aquellas palabras. Aquel día no era su día.
Sube las escaleras, va al vestuario, se cambia, llega a planta. Ésta vez, hasta llega cuarto de hora antes. Está orgullosa, aunque siga sin ser su día. Saluda, ¡Y algunas personas le contestan!
« Tal vez sí lo sea», se dice.
Nadine aparece a su lado, dando vueltas como una bailarina descontrolada.
– ¡Hola, Dani!
La besa en la mejilla, y sigue girando. Sin marearse en absoluto, sin perder el equilibrio ni un momento.
– ¿Te encuentras bien?- pregunta Danielle, enarcando una ceja.
– Soy feliz- afirma ella— simplemente eso.
Danielle la envidia levemente, porque Nadine no tiene la cara de hongo en conservas con la que se ha levantado ella. Nunca la tiene, en realidad. Nadine es muy morena, con un cabello liso y sedoso de color bronce cortado por debajo de las orejas, ojos avellana, grandes y expresivos, y unos labios traviesos y suaves que al sonreír forman una luna perfecta.
– ¿A qué se debe tanta felicidad?- Patrick cruza el pasillo, y entra en el control, sonriendo ampliamente. Nadine se frena, y en un segundo su rostro pasa por tres etapas distintas; sobresalto, vergüenza, y por último resignación.
– Supongo que es un buen día para estar contenta, ¿No?- dice, esperando que él quede convencido.
– Es verdad- los ojos de él miran sus manos, después vuelve a levantar la vista hacia ella— ¿Luego te llamo?
– Sí.
Ella espera no haber sonado demasiado impaciente. Danielle los observa, completamente segura de que se ha perdido algo. La mirada de ellos habla durante los segundos que permanecen callados.
– Genial- dice él. En realidad, le agradaba el entusiasmo con el que Nadine había contestado. Era exactamente lo que había deseado que ella dijera.
Se cuela en el baño, y Danielle mira a su amiga, inquisitiva.
– No me digas que…
– ¡Sí!- Nadine salta, emocionada.
Danielle frunce el ceño.
– Te odio profundamente.
– ¿Por qué?- pregunta Nadine, sus cejas alzándose, de nuevo sorprendidas.
– Por no habérmelo contado. Es… increíble.
Lo increíble no es que hubiese pasado —Estaba claro que sucedería tarde o temprano—, sino que Nadine hubiese sido capaz de ocultárselo.
– ¿No quieres saber los detalles?
Danielle se lo piensa durante unos instantes.
– No.
Se cruza de brazos, como una ofendida estatua de roca.
– Venga, anda. Fue ayer.
– Existen los teléfonos móviles.
– Era una sorpresa- miente Nadine. La verdad, había estado tantísimo tiempo flotando en las nubes que no había tenido tiempo suficiente como para asimilarlo. Mucho menos, para hacer partícipe de ello a otras personas.
Danielle se rinde. En realidad, se muere por saberlo.
– Vale.
– Cuando él salga del baño, te lo contaré todo- promete.
Mientras tanto se dan el parte. No hay muchas incidencias, el señor Castelnou se ha ido de alta, y ahora en su lugar Danielle lleva a una mujer joven con patología paranoide. Patrick sale del baño, y se marcha enviándole una última mirada a Nadine, que prácticamente se derrite en su silla.
– Cuidado, alguien va a resbalar con tanta baba- susurra Danielle. Antoinette se ha sentado a su lado, precisamente con la intención de escuchar la conversación de las jóvenes.
– Bueno Danielle, ¿Qué tal el día libre?
– Bien, gracias- responde ella, mirando desconcertada a aquella mujer, que no tiene como costumbre ser agradable con el resto de personal, a parte de sus adoradas compañeras.
Nadine mira a Danielle, es una mirada significativa que quiere decir.
« Parece que la historia tendrá que esperar»
Incluso se encoje ligeramente de hombros. Se levantan, dispuestas a empezar el día con buen pie. Sacan su medicación, lanzándose miraditas. Louane —la rancia más joven, que libró el lunes—, había ocupado el puesto espía de Antoinette. Sabían que ocurría algo, eran como perros olfateando a su débil y sangrante presa. Ellas no se iban a rendir tan fácilmente.
Danielle escapa con su batea, agarrando el tensiómetro manual, abandonado en lo más profundo de un armario, y un fonendo. No había sido lo suficientemente rápida como para conseguir el electrónico. Una pena.
Toma las tensiones, ligeramente aburrida. Normalmente incluso aquello la entretiene, pero no ésta vez. Entra en la última habitación, aquella que había pertenecido a Thibaut. De Ravine Dumarais, la nueva inquilina, tan sólo se ve el cabello rizado y oscuro desparramado por la almohada, el resto está oculto por una sábana.
– Buenos días.
Ravine no se despierta, pero se mueve ligeramente en la cama. Danielle acerca la mano a lo que debería ser el hombro de la mujer, y ella se sobresalta ante aquel contacto. Ravine levanta la cabeza alterada, aunque aún mantiene los ojos cerrados. Tarda unos segundos más en abrirlos.
– ¿Qué pasa?- pregunta, alarmada, apartándose lo más que puede de Danielle.
La joven sonríe ampliamente.
– Me llamo Danielle Baicry. Le voy a tomar la tensión, ¿Vale?
Ella le tiende el brazo, aún desconfiada. Su mano se estremece en el único segundo que la yema del dedo de Danielle roza su antebrazo al colocar el manguito. La mirada de Ravine se clava en Danielle mientras ella intenta concentrarse en inflar y escuchar la arteria. No es tan sencillo si alguien te taladra con la mirada.
– Ya está. Doce ocho, tiene una tensión estupenda- dice, ocultando su incomodidad tras una ligera sonrisa.
Pero Ravine no le devuelve la sonrisa, continúa mirándola fijamente.
– Hay algo en ti- dice. Sus pupilas, recubiertas por un halo de color azul, disminuyen de tamaño.
Danielle la dedica una última mirada de desconcierto antes de marcharse.
« En fin, que haya algo en mi no tiene por qué significar nada», se asegura.
Pero en realidad no está nada segura de aquello.
La segunda vez que tiene que entrar en aquella habitación, para dejarle en la mesilla las pastillas del desayuno, Ravine está en una esquina de la cama, completamente encogida. Danielle se aproxima rápidamente, preocupada.
– Ravine, ¿Se encuentra bien?
Ella alza la vista hacia Danielle, aún no se había percatado de su presencia.
Resopla sonoramente.
– La veo en ti- dice.
Danielle reprime la mueca de desconcierto que pugna por salir, y pregunta:
– ¿Qué es lo que ves?
Ya no continúa hablándola de usted, puesto que Ravine la tutea desde el principio. Sus dedos se remueven en el vasito donde lleva la medicación, buscando la pastilla que trata su locura.
– A ella. Te controla más de lo que tú piensas.
– ¿Quién?- aún no ha encontrado la pastilla, el nerviosismo la hace torpe, y su estómago se retuerce como una lombriz.
– Imaginé que no lo sabrías… ¡Ella está ahí!- grita, agitando la cabeza de delante a atrás, nerviosa.
Por fin la ha encontrado.
– Señora Dumarais, tómese las pastillas ya, por favor.
Danielle está asustada.
– Señorita- corrige Ravine, tranquilizándose ligeramente. Coge el vaso de la mano de Danielle sin rozarla, y la botella de agua de la mesilla. Parece tan cuerda y tan loca a la vez. Hay algo en sus ojos azules que inquieta profundamente a Danielle, aparte de sus palabras— Ya está. ¿Te importaría marcharte ahora? Necesito estar sola.
– No, no- asegura Danielle, que desea más que nada salir de la habitación. Y sin embargo, nadie la había echado así de su habitación. Se apoya en la puerta, con el corazón latiendo rápido.
« ¿Qué ha querido decir con “ella”? ¿Quién es ella?», se pregunta la joven sin poder evitarlo, a pesar de que… Qué tonterías está diciendo, simplemente está paranoica, ¿No?
Cuando pasa el médico, Danielle le pide que mire a Ravine. No ha vuelto a entrar a la habitación desde la última vez. Pero el médico sale, y se encoge de hombros.
– Está estupendamente, ¿Por qué querías que la viera?
– Me gritó, y me decía cosas extrañas- se siente estúpida, tal vez Ravine únicamente se había estado burlando de ella— déjelo, doctor.
Se da la vuelta, mientras sus mejillas adquirían un tono rosado.
– ¿Danielle? Espera un momento…
La joven se vuelve a girar, respirando hondo.
« ¿Por qué todo el mundo al que hablo de usted me tutea?»
– Dime.
– He cambiado los tratamientos de algunos de tus pacientes, revísalos, ¿Vale?
Ella asiente con la cabeza. Se queda varios segundos parada, tal vez el doctor Lesage tenga algo más que decir.
– Eso es todo- dice, adivinando la mirada de Danielle.
Danielle se cuela en la habitación de Ravine, como excusa para perder de vista a Donatien Lesage.
Ravine la mira desde el sillón, con una ligera mueca dibujada en su rostro. No es una sonrisa, es una mueca.
Danielle tarda unos segundos en saber qué decir.
– Ahora vendré a curarte, ¿Vale?
Ravine asiente, y después ladea la cabeza, sus ojos brillando levemente.
– ¿¡Por qué no sales, maldita hija de puta!?- grita de repente.
Danielle pega un salto.
– Lo…Lo siento- balbucea, y se escapa por la puerta.
« ¿ Que está estupendamente? ¡Ja!», piensa Danielle, estremecida.
Prepara la batea para curarla con dedos temblorosos, no hay nadie en el control a parte de un par de auxiliares de enfermería, con las que no habla a menudo. No hay nadie a quien contárselo. Se queda frente a la puerta, dudando si entrar o no. Tiene miedo de que un tenedor salga volando desde el interior y se le clave en un ojo.
La voz de Ravine suena desde el interior, como si supiera fehacientemente que Danielle está ahí, y lo que está pensando.
– Entra. No voy a hacerte daño.
Y Danielle, obedece.
« Echo de menos al señor Castelnou», piensa.
Ravine continúa sentada en el sillón, y vuelve a mostrar en su rostro aquella mueca-sonrisa. Es desconcertante.
– Siento haberte asustado antes. No hablaba contigo, hablaba con ella- dice con voz moderada.
Danielle no puede decir otra cosa que:
– Ah.
Ravine continúa hablando, como si Danielle no hubiese dicho nada. En realidad, la diferencia entre eso y nada, es ínfima.
– Me pone tan nerviosa que ella esté en ti. De veras, lo siento, pero es tan patente.
Incluso parece aparecer tras sus ojos un ligero pesar.
– ¿Quién es ella?- susurra Danielle, atreviéndose a preguntar. Temerosa de que Ravine volviese a gritar.
– No sé quien es- dice, encogiéndose de hombros— sólo sé que está ahí.
Un escalofrío recorre la columna vertebral de Danielle, que observa desconcertada a Ravine.
« Déjalo ya. Está loca. Está loca y punto»
– Bueno, Ravine, voy a curarte, ¿Quieres?
Ella asiente, subiéndose la pernera del pantalón. La pierna está cubierta completamente de apósitos. Danielle los levanta cuidadosamente, dejando al aire una gran cantidad de arañazos profundos, y quemaduras, probablemente de cigarro.
– ¿Cómo se ha hecho esto?- pregunta.
– Fui yo- sonríe ampliamente, mostrando hasta la segunda fila de muelas. Danielle la observa, estremecida. Pero no necesita decir nada, Ravine continúa hablando— Ella creía que podía hacer lo que viniese en gana. Pero no. Yo no iba a permitírselo.
« ¿Otra vez ella?», se pregunta Danielle, incapaz de no escuchar a pesar de que ya se había dicho que no debía hacerlo.
Ravine gira la vista hacia Danielle, como si se percatase por primera vez que ella está ahí.
– Tal vez esté hablando demasiado. Cúrame, y después márchate.
Danielle cura cuidadosamente las heridas, deteniéndose varias veces a observar a aquella mujer, cuya faz era ahora una máscara de silencio.
– Algunos de éstos arañazos tienen mala pinta. Puede que estén infectados- agarra el termómetro, y se lo tiende— Póntelo.
Ha notado cómo se estremece la mujer cada vez que su piel contacta con ella, y no quiere que vuelva a gritarla. Aún tiene la sensación de que puede atacarla en cualquier momento.
– Tienes unas décimas- dice, agitando el termómetro, de ésos viejos de mercurio. Los de toda la vida— ¿Me puedes hacer un favor?
No está segura de que Ravine vaya a obedecerla.
– No creo que haya nada que pueda hacer para ayudarte. No mientras ella esté ahí.
Y dale con «ella».
– Sólo no te toques las heridas mientras salgo. ¿Podrás hacerlo?
Ravine frunce el ceño.
– ¿Por quién me tomas? No tocaré las heridas, lo juro.
Aún así, Danielle se da mucha prisa. Cuando vuelve, Ravine está con las manos apoyadas en los reposabrazos, y con los ojos cerrados. De esa manera, parece hasta normal.
– Voy a tomar una muestra de esta herida- explica Danielle. Después de eso la cura y cubre todo— Ya está.
Ravine no ha dicho nada más en todo el rato, ni siquiera ha abierto los ojos. Pero antes de que Danielle se marche, dice:
– Tarde o temprano tendrá un error, y entonces me entenderás. Entonces lo sabrás.
Danielle cierra la puerta, pero aún oye cómo Ravine grita:
– ¡No estoy loca! ¡Maldita sea, no lo estoy!
Y Danielle susurra:
– Lo estás, vaya si lo estás.

III

III
Ya es tarde. No demasiado tarde, pero los últimos rayos del sol aguados por la lluvia comienzan a desaparecer por el horizonte, un horizonte cubierto de edificios, farolas, monumentos. París. París anochece en todo su esplendor. Las luces de las farolas se encienden, las calles quedan alumbradas por una luz tenue y blanquecina. Tenebrosa y romántica a la vez.
Edmund pasea. No puede volver a casa, aún no. Colin vuelve a estar con Itzel, y probablemente Lucille esté allí. A la espera, como una tigresa, agazapada bajo la hierba. Colin había cumplido su promesa, le había avisado. Y volvería a hacerlo cuando ella, o ellas, se marcharan.
« Echado de mi propia casa», piensa, aunque no es del todo así. Ha sido Edmund el que ha huido, el que no quería estar allí cuando llegasen ellas.
Su pensamiento queda ahogado por un recuerdo, una imagen dolorosa. Se repite una y otra vez, torturándole.
« Edmund, no quiero volver a verte nunca más» Ella grita, su voz apagada por una nube de lágrimas, y corre, deseando que así sea. Que sus palabras sean ciertas y nunca jamás vuelva a verlo.
« Estúpido, es lo mejor», contraataca una parte de su mente, cansada de tanto dramatismo. La vida continúa.
Una niña pasa a su lado, rápida, su cabello rubio oscuro ondeando al viento. El se aparta de un salto, temeroso de que le atropelle con los patines, pero ni siquiera la presta atención. Sí levanta la cabeza sin embargo cuando otra joven, también en patines, se cruza con él segundos después. Los ojos de Edmund se unen a los ojos verdes de la patinadora. Unos ojos profundos, enmarcados por unas pestañas largas y oscuras. La reconoce. Su corazón rompe a latir con fuerza, y piensa:
«Es ella, ¡La chica del metro!»
Pero ella ya ha pasado patinando tras de Blanche, que le lleva al menos cuatro metros de distancia. Encontrarse allí, ésta vez sí, había sido una casualidad.
Edmund se gira, preguntándose:
« ¿De verdad es ella?»
No está seguro, no se fía de sí mismo. Podía ser su mente, que le juega malas pasadas. Introduce la mano en el bolsillo, buscando el sobre blanco. Pero allí ya no hay nada.