domingo, 28 de febrero de 2010

III

III

Las dos y media. Ya queda poco para que Danielle haya acabado el turno, y está escribiendo en el ordenador. El día no ha estado mal del todo.
Suena el teléfono del control. Danielle pega un salto en el asiento, sobresaltada. Se levanta para responder, pero una de las rancias se le adelanta por unos segundos, y lo descuelga.
– ¿Psiquiatría?- pregunta con pronunciada voz nasal, mientras Danielle aún tiene el brazo estirado en dirección al teléfono. Comienza a bajarlo en el mismo momento en el que la enfermera arruga la nariz como si algo oliera mal, para decir después— Danielle, es para ti.
Ella lo recoge, extrañada.
– Danielle Baicry al teléfono- dice, mientras estudiaba a Antoinette —así se llama la rancia— que parece dispuesta a permanecer allí, a la escucha.
–Dani, soy yo.
Ella reprime una exclamación, saltándose una respiración, y después pregunta:
– ¿Qué quieres?
La presencia de Antoinette le intimida. Al otro lado, una voz aniñada refunfuña.
– ¿Por qué eres tan huraña conmigo?
Danielle sonríe divertida, aunque no está dispuesta a ceder. Se suponía que no debe llamarla en horario de trabajo a no ser que fuera una urgencia.
– ¿Por qué me llamas? Estoy trabajando.
– ¡Jo! Quería asegurarme de que recordabas que habíamos hecho un trato- responde la voz.
– No se me ha olvidado- asegura Danielle, enarcando las cejas. A su vez piensa:
« Ésta mujer se creerá que no me resulta incómodo hablar con ella aquí»
Se refiere a Antoniette, por supuesto.
– Ya entiendo, hay alguna rancia cerca.
Danielle, sorprendida, tapa la boca del teléfono unos instantes, y observa a la enfermera, que finge estar más a sus uñas que a la conversación. Todo mentira. Pero no ha sido capaz de oír lo que dicen al otro lado de la línea.
– Sí- responde Danielle, después de asegurarse de que no ha habido ningún cambio en la expresión de Antoinette, ya de por sí indiferente.
La voz ríe, risueña.
– Estupendo. Recuerda que quiero guppys.
– Sí- responde Danielle, pero la línea ya estaba comunicando. Como siempre. Agita la cabeza de un lado a otro pensando:
« Nunca cambiará»
Después cuelga el teléfono.
– ¿Quién era?- pregunta Antoinette, apoyando la mano en el teléfono colgado. En realidad, únicamente se interesa porque está maquinando cómo convertir aquello en la mejor crítica posible.
– Era mi hermana- contesta Danielle. No tenía ni pizca de ganas de entablar una conversación con Antoinette. Nadine pasa justo por delante, con una de sus tres bateas, y Danielle ve la luz.
-Oye Nadine, ¿Necesitas que te haga algo?
En realidad sólo quiere ser salvada.
Nadine las observa, pasando la mirada de una a otra, y después responde.
– Hombre, si no te importa quitarme unos aerosoles en la habitación 15-16.
Danielle le dedica una mirada agradecida, y dice:
– Ahora mismo voy.
Se escapa, la rancia se queda con la palabra en la boca. Sorprendida de cómo la muchacha ha logrado escaparse de su tercer grado, tan sutilmente.
Danielle entra en la 15-16, y saluda a los pacientes, sonriendo ampliamente.
Ninguno de ellos lleva puestos los aerosoles, Nadine sólo le ha proporcionado una excusa para desaparecer.
– ¿Qué tal se encuentran?- pregunta, ladeando la cabeza.
Los dos viejecitos la observan fijamente, pero ninguno de ellos contesta. Danielle arruga los labios, preguntándose por qué. Más tarde, descubre que uno de ellos es sordomudo, y al otro le daba vergüenza hablar por qué no llevaba puesta la dentadura.
Sale de la habitación silenciosa cuando considera que ha pasado un tiempo prudencial.
– Podías haber elegido una habitación con pacientes más conversadores ¿No?- susurra a su amiga, procurando que las rancias no lo escuchen.
Nadine apreta los labios.
– Ingrata. Ellos eran los únicos que tenían aerosoles.
– ¿Y qué…?
«…Importa eso», iba a decir, pero la joven no le deja continuar.
¿Es que su amiga no conocía a las rancias? Nadine niega con la cabeza a la vez que dice:
– Parece mentira que tenga que explicártelo. Lo primero que ha hecho cuando te has ido es mirar disimuladamente la prescripción médica de los dos pacientes.
Danielle aún se sorprendía con aquellas cosas.
– ¿De veras?
Nadine asiente mientras dice:
– Como seas tan inocente para todo, hija mía… Te las van a meter dobladas.
Y tanto. Antoinette aparece por detrás, y pregunta:
– ¿Y qué quería tu hermanita?
« Pero a ti qué te importa», piensa Danielle, disgustada porque sólo ha logrado librarse temporalmente de ella.
– Tenía problemas con una cosa- miente la joven, esperando que la rancia no vuelva a preguntar.
¡Pobre ilusa!
– ¿Con qué?
Nadine sale en su defensa.
– Antoinette, creo que te llaman en el control.
Las dos saben que aquel interés repentino por Blanche, la hermana de Danielle, no significaba nada bueno.
La enfermera vuelve la vista hacia la joven, pensando:
« Esta vez no podrás evitar que siga preguntando»
– Yo no he oído nada- dice Antoinette, arqueando las cejas notablemente.
Pero tuvieron suerte… La voz de la otra rancia, Claudie, suena justo en ese momento.
– ¿Antoinette?- la llama.
– Voy- dice la aludida, y piensa furiosa:
« Se ha vuelto a librar»
Se aleja y Danielle suspira profundamente.
– Gracias de nuevo- murmura, distraída. Todavía esperaba verla aparecer en cualquier momento con alguna pregunta más. Pero por suerte, eso no sucedió.
Aún así, Danielle no quiere arriesgarse, así que sale por patas después de dar el parte al turno de tarde.
– Eh, eh, eh. ¡¿Quieres decelerar un poco?!- dice Nadine, corriendo tras ella. A ella le trae al fresco que correr en el hospital esté mal visto.
Danielle se detiene durante unos segundos, el tiempo que tarda Nadine en alcanzarla.
– Sabes que mañana volverá a la carga, ¿Verdad?
Nadine es única dando ánimos, sin duda.
– ¡Mañana libro!
Danielle sonríe ampliamente, Nadine hace una mueca.
– Me abandonas… ¿Y te alegras por ello?
La joven finge pensárselo unos instantes.
– Creo… Creo que sí. Absolutamente sí.
Sonríe, y la golpea con el hombro suavemente.
– Tú vienes de librar el fin de semana. Yo también necesito descansar.
Pero Nadine refunfuña, poco convencida.
– Está bien. Pero démonos prisa, ¡Me muero de hambre!
Así es Nadine. Puede decirte que vayas despacio, y al momento siguiente meterte prisa.
– Buena suerte mañana- dice Danielle después de entrar en los pantalones de un salto y ponerse rápidamente la camiseta— ¡Te veo el miércoles!

Sube al metro, mirando a ambos lados. Ella no lo sabe, pero busca a Edmund con la mirada. No está. Baja en “Porte de Choisy”, y camina despacio hacia el centro comercial “Masséna 13”. No llueve, no tiene prisa.
Una vez allí, pasea hasta encontrar la tienda que estaba buscando; «Aquapoint».
– Buenas tardes- saluda el empleado, con cierto deje de cansancio acumulado. Está harto de trabajar entre peces, pero mejor aquello que estar en el paro.
Danielle responde al saludo, y se acerca a las peceras. Divisa a los guppys al primer vistazo, y después sonríe.
– Disculpe, ¿Puede ayudarme?
El vendedor levanta la cabeza de su revista de peces, adormilado.
-Sí, un segundo.
Tarda algo más que un segundo, pero como ya había dicho anteriormente, Danielle no tiene prisa.
– Bien, usted dirá.
– Vale. Primero quiero, ese guppy rojo de allí- señala en el acuario, a un pez que colea rápido de un lado a otro, derramando energía vital en cada movimiento— Y de macho… Ese- señala un ejemplar de cola larga y azul. Los machos de los guppys deben estar separados los unos de los otros, pues de lo contrario se pelearían hasta la muerte.
El empleado tarda unos instantes en lograr atrapar al guppy rojizo, que no parece dispuesto a rendirse tan fácilmente.
– ¿Algo más?- pregunta, cuando ya tiene a ambos separados en bolsas individuales.
– Sí- responde ella, mirando el resto de acuarios— Bien, quiero un par de platys también. A ver… Ese negro de allí, y ese naranja- los señala mientras el tendero intentaba atraparlos con la red.
– Genial- dijo cuando los tuvo embolsados junto a los otros— Y unos neones.
Aquellos pececillos, que destellan con colores azules en su movimiento, son muy graciosos. Está segura de que a Blanche le encantarán.
– ¿Algo más?
– Eso es todo- responde Danielle, sosteniendo en sus brazos las bolsitas con los peces.
El vendedor la cobra, y le da una bolsa para que guarde sus nuevas adquisiciones. Danielle lo agradece, y después se marcha rápidamente. Ahora sí tiene prisa. Llevar a los peces en bolsas de plástico le angustia, imagina cómo se sentiría ella de estar en su situación. Y no es una sensación agradable.
« Venga, venga, venga», refunfuña el tiempo que tardó el metro en llegar, y el camino a casa lo hace casi corriendo. Aunque su carrera también tiene que ver con que ahora si llueve, y ella se ha dejado el paraguas en la taquilla. ¿He dicho llueve? No. Definitivamente, diluvia. Llega a casa más mojada que sus peces.

miércoles, 24 de febrero de 2010

II

II
Él la observa mientras sale del vagón, esperando que ella se gire, que le dé un signo de reconocimiento, algo. Se pregunta, ¿A dónde irá? ¿Cómo será?
Aún no ha recordado de qué le suena su cara. Sólo sabe que algo se le escapa…

– ¿Qué horas son éstas de llegar?- pregunta el señor Lamboige, hinchando los carrillos, como si intentase respirar todo el aire de la sala, asfixiándole como castigo por llegar tarde.
– Lo siento, señor, el metro iba fatal- miente Edmund, mirándole a los ojos, asegurándose de ser lo bastante convincente. La verdad es que se había quedado dormido.
– Ya, claro, está lloviendo- admite Lamboige haciendo una mueca— pero que no vuelva a ocurrir.
«El saber estar, es el saber estar», piensa Edmund, contando los segundos que tardaría en escuchar aquella frase.
– El saber estar… Es el saber estar- dice él, un segundo después de lo acostumbrado.
Aquella es la frase favorita del señor Lamboige, y nunca desperdicia ninguna ocasión de utilizarla.
– Lo sé, señor.
El señor Lamboige aprieta los labios, y Edmund escapa. Lamboige es, sin duda alguna, una de las personas más pedantes del mundo. Y también, su superior.
Sube las escaleras, hasta la segunda planta, donde le espera una buena pila de libros por ordenar.
– Buenos días, señora T.- saluda Edmund al pasar al lado de una ancianita que lee un grueso libro con sus anchas gafas prehistóricas.
– Buenos días, hijo- saluda ella, mientras alza la cabeza. Sus ojos, arrugados pero vivaces, se ven enormes tras aquellos cristales de culo de vaso. Ella fue la bibliotecaria antes que Edmund, y por eso goza de algunos privilegios. Entrar en la biblioteca antes de la hora de apertura es uno de ellos.
Edmund enciende el ordenador, mientras éste chasquea jadeante, esforzándose en arrancar. El pobre ordenador es más viejo que matusalén.
– Venga, amiguito- alienta Edmund, golpeteando la mesa con las yemas de los dedos. Al fin aparece la imagen de inicio de Windows.
Teclea rápidamente la contraseña, y lo deja preparado. Después, se pierde entre las estanterías de libros.
– Ajá, física avanzada- se dice a sí mismo, colocando el libro sobre una mesa. No tarda apenas en colocar los libros que había amontonados del día anterior. Vuelve a por el libro de física, y se sienta en su puesto de trabajo.
« Aún quedan dos minutos para que abran la biblioteca, y nunca nadie ha llegado justo a esa hora. El señor Lamboige es un exagerado», piensa, bostezando.
En realidad, estaba destrozado. Étoile, su gata, no le ha dejado pegar ojo en toda la noche. Étoile está en celo, y maullido para arriba, maullido para abajo, el pobre muchacho no ha logrado descansar ni un minuto.
Abre el libro.
« ¿Las letras están borrosas o es que me estoy quedando dormido?»
Por mucho que lo dijeran los refranes, madrugar NO es bueno.

– Perdona, ¿Me puedes decir dónde está la sección de literatura romántica?- pregunta una voz, y Edmund levanta la vista del libro, consciente de que se ha quedado traspuesto. La biblioteca ya está abierta, y algunas mesas están ocupadas por lectores empedernidos o estudiantes agobiados porque tarde o temprano, más bien temprano, llegarán los exámenes.
– Sí, claro. Está en el quinto pasillo, al final.
Ella sonríe, tratando de alargar el momento lo más posible. Es una joven quinceañera, y sus amigas están a varios metros, cuchicheando nerviosas. Edmund ni siquiera lo sospecha, pero ellas acaban de crear un club de fans que lleva su nombre.
– Gracias- dice la muchacha, alargando aún más su sonrisa. Es la cabecilla del grupo, y la más valiente, pues ninguna de las demás se ha atrevido a realizar la misión.
– De nada- responde él, bajando la mirada a su libro.
«No debes dormirte, no debes dormirte»
Pero no es tan fácil convencerse a uno mismo.
La joven se marcha, algo decepcionada, pero sus amigas la reciben como si hubiese conseguido un gran logro.
– ¡Está tan bueno!- cuchichea una de ellas, mordiéndose las uñas, ya desiguales de por sí.
– Será nuestro, nenas- dice la encargada de la expedición, mostrando una renovada confianza en sí misma.
– Sólo necesitáis una buena estrategia de ataque- interviene una tercera, que había madurado algo más deprisa que las demás.
Las cuatro se echan a reír, aunque una de ellas no había dicho nada. Era la más tímida de todas, pero eso no significaba que no opinara lo mismo que las otras tres. Todas, sin excepción, eran un mar de hormonas rugiente. Sólo que una de ellas había aprendido a controlarse.

Edmund, levanta la vista, fijándose unos segundos en aquellas cuatro chicas, cuyas voces se oían, aunque no se entendía qué decían. También ve a lo lejos a un hombre bajito, de gafas redondas y pelo ralo que enarca las cejas en un gesto de indignación. Se aproxima hacia ellas.
« Pobres, la que les ha caído», piensa.
– Señoritas, he de recordarles que esto es una biblioteca- susurra el señor Lamboige, crispado.
Los murmullos de las jóvenes se apagan, girándose avergonzadas.
– Lo siento, señor- se disculpa la muchacha tímida, la única que no había abierto la boca, mientras sus mejillas toman un color rojo intenso.
Sus amigas la secundan al unísono, menos arrepentidas de lo que puede parecer. Pero el señor Lamboige parece convencido.
– El saber estar, es el saber estar, señoritas- recita, como quién reza un ave maría. Después, se aleja, convencido de que aquellas jovencitas no volverían a armar jaleo.
Son jóvenes y rebeldes, eso es prácticamente imposible.
– ¡Será viejo caduco…!- refunfuña una de ellas, mientras se dirigen a la sección de literatura romántica. Hay que aparentar, aunque en realidad iban a preparar una estrategia de abordaje.
– ¡Lilly!- exclama Monique, la muchacha tímida, sorprendida de la insolencia de su amiga.
Pero varios segundos después todas ríen, mientras observaban a Edmund desde el que sería su rincón de vigilancia, en la quinta sección.

– Los jóvenes de hoy en día no son lo que eran- afirma Lamboige mientras Edmund finge escribir a toda prisa. Debía haber imaginado que después le tocaba a él, “Cuando veas las barbas de tu vecino pelar, pon las tuyas a remojar” dice el refrán.
– Tiene usted toda la razón- en un año que llevaba trabajando allí, todavía no ha dejado de hablarle de usted, ni siquiera se sabe su nombre.
La señora T. sale en su ayuda, distrayendo al señor Lamboige.
– Ay, Hubert- ella sí conoce su nombre de pila— He acabado ya el libro, ¿Puedes ayudarme a buscar “Las llanuras del tránsito”?
– Como no.
Acompaña a la señora T. que le guió incorrectamente. Se gira un segundo, el tiempo necesario para guiñarle un ojo a Edmund.
Él articula un «gracias», observando como la anciana se las apaña sola para entretener a su supervisor, arrastrándole cada vez más lejos. Algún día, Edmund le pedirá que le enseñara cómo hacerlo.

martes, 23 de febrero de 2010

Capítulo 1. Ella

Danielle baja del metro, decepcionada. No ha podido dejar de mirar a aquel joven tan guapo, y sin embargo él...
« Ni siquiera me ha mirado», piensa ella, mientras sube las escaleras hacia el exterior.
Pero está equivocada. El destino había hecho que él la mirase cada vez que ella apartaba la vista. La vida es complicada.
Una ráfaga de aire frío la bambolea, y la lluvia borra de su mente aquel pensamiento. No queda nada. En realidad, tiene demasiada prisa como para pararse a pensar en un simple desconocido. Es lunes, y llega extremadamente tarde.
– Buenos días- saluda, como cada mañana, al guardia de seguridad que vigila la puerta.
“Presurosa, pero amable”, aquel era uno de sus lemas favoritos.
El vigilante se sobresalta aquel día, pues se ha quedado dormido con la cabeza oculta entre las manos. Tarda unos segundos en enfocar la vista, y aún unos más en responder.
– Muy buenos días, señorita Baicry.
Pero Danielle ya está demasiado lejos para oírlo.
Ella anda rápidamente hacia los vestuarios —por eso de que correr en un hospital está mal visto—, mirando a cada segundo el reloj.
« Creo que lo conseguiré», se anima, mientras mete la cabeza en la parte de arriba del pijama.
Bolígrafos, folios escritos de días anteriores, esparadrapos varios, y algún que otro guante caen al suelo al sacar el pantalón de la taquilla, «Y algún día recogeré este desastre»
Pero aquel no sería ese día.
Sube por las escaleras, satisfecha. Se ha cambiado en un tiempo récord. Atraviesa la puerta que daba a la zona de psiquiatría cuando el reloj marca las ocho en punto.

Thibaut, un paciente con doble personalidad, le saluda quitándose su sombrero imaginario. En realidad, sólo él sabe que se trata de un casco de guerrero romano.
– Buenos días, señor Castelnou, se le ve muy bien esta mañana- responde ella, sonriendo.
El anciano sostiene su casco entre los brazos hasta que la joven deja de mirarle, colocándoselo ligeramente ladeado hacia la izquierda. Nadie se daría cuenta de aquel detalle.
Danielle sólo puede dar unos pasos más antes de que Marie Ann se cruce en su camino. Aquella mujer rechoncha, de aspecto rubicundo, corre como alma que lleva el diablo.
– Buenos días, Danielle- saluda, deteniéndose de un brinco. Jadea, extenuada por la carrera.
– Buenos días, Marie. ¿Por qué corrías de esa manera?
La mujer mira a sus espaldas con nerviosismo. Por unos segundos había olvidado todo al ver a Danielle.
– Dos perros me persiguen.
– ¿Dos perros…?- inquiere la joven, extrañada.
Pero justo en aquel instante dos sanitarios cruzan la esquina, caminando rápido. Recordemos, está mal visto correr en un hospital.
– ¡Ahí vienen!- aúlla Marie Ann, agitada- ¡Tengo que huir!
Danielle podía haber detenido a la mujer, y haber evitado que siguiese corriendo, pero los «perros» eran Ben Nyer y Roger Fosse. Ellos le habían hecho la vida imposible a la joven desde el principio de los tiempos.
– Corre, Marie. No te dejes atrapar- susurra, mientras la mujer se alejaba velozmente.
Nyer y Fosse pasan a su lado, pero ella finge no verles, ocultando una sonrisa.
« Os está bien empleado», se dice doblando la esquina, disfrutando de aquella pequeña venganza.
Llega al control de enfermería, y saluda. Algunos contestan, otros simplemente levantan la cabeza.
– ¡Danielle!- exclama Nadine, saliendo del baño dando saltitos. En realidad era la única verdadera amiga que tenía en aquel hospital. Lo demás eran simplemente conocidos.
Se abrazan, contentas de verse la una a la otra. Tan sólo llevaban dos días sin verse —el fin de semana había librado Nadine—, pero había parecido una eternidad.
– Volvemos a ser dos contra el clan de los malditos- susurra la joven, procurando que nadie más oyera aquella frase. Los jefes del clan son Nyer y Fosse; en realidad eran los únicos integrantes. Después está el grupo de las rancias, conformado por algunas enfermeras muy desagradables.
– El fin de semana fue terrible- responde Danielle, suspirando.
El fin de semana, sin duda, eran los dos días en los que se juntaba todo. Podían haber tenido una semana de lo más tranquila, que el fin de semana iba a ser desquiciante, sí o sí. No cabía otra posibilidad.
Se oye un grito a lo lejos, y Danielle supone que los perros habían logrado arrinconar a Marie Ann. Toda una pena, pues eso significaba que ellos habían vencido.

Un joven les informa de qué había pasado durante la noche, mientras ellas cruzan significativas miradas. Patrick, uno de los enfermeros de la noche, es muy sexy. Más de lo permitido en la ley de “Quiero enterarme del parte, por favor Patrick no”, creada por la propia Nadine. Las jóvenes — sobre todo Nadine—, se quedan tan embobadas mirando al muchacho que no se enteran de la misa la mitad.
¡Menos mal que dejan escritas todas las incidencias en el ordenador!
Sí, todo estaba informatizado desde que un paciente esquizofrénico se coló en el control y rompió todos los papeles para formar una hoguera después. Nunca encontraron al dueño del mechero, porque confesar aquel error les costaría el empleo.
¿Que por qué no había nadie en el control? Porque justo había habido una parada, y estaban todos formando parte de la reanimación. Los pacientes están demenciados, pero eligen el momento idóneo para actuar. Son astutos como los zorros.
– Hasta mañana, Patrick- dice Nadine guiñándole un ojo. Él le sonríe ampliamente.
– ¿Has visto eso?- susurra la joven, cuando Patrick se cuela en el cuarto de baño para cambiarse.
Danielle se encoge de hombros. En realidad, no entiende por qué su amiga no ha «atacado» aún. Llevan tonteando al menos tres meses, pero ella no se decide a dar el paso.
– Éste es el motivo por el que no pido el cambio de unidad.
Danielle arruga el morro.
– Gracias, ¿Eh?
– También es por ti- añade Nadine, sonriendo inocentemente. Cuando de Patrick se trata, la muchacha pierde la cabeza.
– Ya- responde ella, poco convencida.
«Las rancias», un par de enfermeras que se llevaban muy bien entre ellas, pero que no admiten más personas en el club, hablan también de Patrick. Sólo que no bien, precisamente. Siempre tienen algo que criticar, en su caso, la facilidad para hablar con los pacientes, incluso los que se encontraban en una crisis psicótica.
– ¡Qué descaro!- exclama una de ellas.
– No tiene ningún tipo de respeto- dice la otra.
Pero en realidad le tienen envidia. Envidia por su capacidad natural para llegar a la gente.

– ¡Mira cuánta medicación tengo hoy!- exclama Nadine, orgullosa de sus tres bandejas llenas hasta arriba de sueros, inyecciones y pastillas. Es su segundo año trabajando, y aún no ha perdido la ilusión. No como las rancias, cuyo lema es: «Cuanto menos trabajo, mejor»
– Creo que te supero- reta Danielle, sonriendo. Quiere distraer a Nadine, pues acaba de descubrir que el tensiómetro está libre. ¡El único tensiómetro de la unidad!
– ¡Eso habrá que verlo!- exclama la joven, inspeccionando con mirada crítica las bateas de su compañera.
Danielle aprovecha ese momento para dar dos pasos, y agenciarse el tensiómetro. Nadine tarda aún varios segundos en reaccionar, y después se cruza de brazos.
– Has vuelto a engañarme- refunfuña.
– Pero has ganado. Tienes más medicación que yo.
La joven escapa triunfalmente, ambas han quedado satisfechas. Marie Ann es la primera a quien le toma la tensión, y ésta le cuenta cómo había huido de los «perros» hasta que sus rodillas habían flaqueado.
– ¡Mira lo que me hicieron esos desgraciados!- exclama, mostrando sus brazos impolutos. Marie Ann Leclerc sufre alucinaciones- La próxima vez conseguiré escapar.
– Yo me encargaré de ellos la próxima vez- asegura Danielle. Tampoco es bueno que sus pacientes trotaran como potros por los pasillos del hospital.
– Ay, gracias hija- agarra las manos de la joven, agradecida— Vaya heridas me han hecho esos animales.
Danielle sonríe. El karma da a cada uno lo que se merece.
Después le toma la tensión a Aubin Cussier, un paciente con alzheimer.
– Eres nueva, ¿Verdad?- pregunta. Aquella es la pregunta acostumbrada desde el primer día que ingresó, hacía dos semanas.
– No, señor. Es posible que no me recuerde.
Danielle siempre le da la misma respuesta. Y él dice:
– Mis nietos vendrán hoy a verme. Adoro a esos renacuajos.
Aquello se había convertido ya en una especie de tradición. Y sin saber por qué, aún aquella frase hace sonreír a Danielle.
– Señor Cussier, tiene usted la tensión de un jovenzuelo- dice ella, quitándole el manguito con cuidado. La piel de aquel anciano es como el papel, se rasga sólo con mirarla.
– Si tú supieras… Tengo ya noventainueve años, cielo.
Ella agita la cabeza, mordiéndose el labio. En realidad, tenía ciento tres. Cada día, le dice una edad distinta.
Después le toca el turno a Thibaut Castelnou, que piensa que el manguito del tensiómetro era una de las cadenas con las que le arrastrarían a luchar al coliseo. Tomarle la tensión, eso sí que era una lucha. Pero Danielle siempre conseguía convencerle.
Y así, unos cuantos más, no es necesario abrumaros con tantos nombres. Danielle no tuvo tiempo para aburrirse, que era exactamente lo que más le gustaba de aquella planta. No soporta al clan de los malditos, no aguanta a las rancias, pero adora a sus abuelillos desorientados y su complicada forma de ver la vida.
Pues, como dijo Casimir Delavigne, “En sus momentos de lucidez, todos los locos son sorprendentes”.

lunes, 22 de febrero de 2010

Prefacio

Ella entra en el vagón.
Tan sólo tarda unos instantes en verle, y sonríe como sí su día acabase de iluminarse. Él también la ha visto y oculta una sonrisa atrapando su labio inferior con los dientes. Se acercan, ahora ajenos a la existencia de otras personas, incapaces de ver otra cosa que no sean ellos mismos. Se miran, ninguno estaba dispuesto a decir nada. No había nada que decir.
Ella alza la mano y acaricia la mejilla del muchacho, él sostiene la barbilla de ella entre sus dedos. El metro ha desaparecido, el mundo en sí era una falacia. Se besan. Es un beso dulce, efímero como el tiempo. Como aquel que sabe que desaparecerá y ya no quedará nada.
Sus labios se separan, y ahora es él quien sonríe. No es tan fácil ocultar la felicidad cuando se ha encontrado.
Pero no es tan sencillo. Se alejan. Ella regresa a la puerta por la que ha entrado, él se vuelve a apoyar en la pared.

Él ve entrar a una joven por la puerta, justo en la parada de Tolbiac. La mira detenidamente, y se pregunta:
« ¿Dónde la habré visto antes?»
Ella le dedica su primera mirada, y piensa:
« ¿Cómo se puede ser tan guapo?»
Sus miradas se cruzan durante unos segundos. Después apartan la mirada, avergonzados. Es de mala educación mirar fijamente a los desconocidos. Ninguno de los dos recuerda nada.

Ella es Danielle Baicry, enfermera en el área de psiquiatría del hospital “la collégiale”, en “rue du Fer à Moulin”. Tiene veintitrés años. Su cabello es castaño, rizado y largo, recogido en la nuca con una coleta. Sus ojos son verdes. Su piel es dorada, y un hoyuelo se dibuja en sus mejillas al sonreír.
Es alegre, divertida, y transparente.

Él es Edmund Fontaine, estudiante de último curso de física. Trabaja en la biblioteca municipal de París, en el número 74 de “rue mouffetard”. Tiene veinticinco años. Sus ojos tan grises como el hielo, y su cabello corto y moreno.
Es callado, formal, y desconcertante.

Sólo tienen una cosa en común… El pasado.

domingo, 21 de febrero de 2010