miércoles, 26 de mayo de 2010

Capítulo 4. El error.

El abre los ojos, intentando discernir qué exactamente le ha despertado de aquel placentero sueño. La luz penetra ligera por la ventana, anunciando un nuevo y flamante día, los pájaros cantan suavemente… Pero no, no ha sido ninguna de aquellas cosas. Sólo un pensamiento ocupa a su mente;
« Quiero ir a la playa»
No, en realidad no quiere. Necesita. Necesita ir a la playa. Por ninguna razón. Y por todas.
Colin se ha despertado antes, y ha hecho el desayuno. Creo que se está disculpando por no haber hecho ninguno de los días la comida. Edmund sonríe, mientras su amigo coloca los platos en la mesa, con el arte de un camarero consumado.
– Et voilá, café, zumo, tostadas y cereales.
– Buenos días- dice Edmund, con la voz aún aletargada.
Colin se carcajea.
– Parece que fueras tú quien salió anoche, y no yo.
Edmund le escruta. La verdad es que tiene muy buena cara para haber estado toda la noche de fiesta, bebiendo, bailando y quién sabe qué más.
– Es cierto. ¿Qué tal lo pasaste?
– Estupendamente. Itzel es una diosa… ¡Una diosa!
Edmund medio sonríe, agitando la cabeza.
« Colin es de lo que no hay», piensa.
– Y su amiga…- Edmund hace una mueca— sí, sí. No pongas esa cara. ¿Cómo pudiste resistirte? Yo habría caído. Y tanto que habría caído. Dios mío, ¿Cómo puedes controlarte tanto?
– No puedo. Simplemente, me salvasteis a tiempo- miente Edmund.
– Ya, claro…
No es fácil engañar a Colin. La verdad, Edmund no es tan buen mentiroso como cree ser; cada vez que miente su ceja izquierda tiembla dos veces. Acusadora.
– Voy a ir a la playa hoy.
Casi sonríe. Lo ha decidido.
– ¿Hoy?- Colin le mira como si estuviese loco. Están a mediados de noviembre, llueve, y el frío cala en los huesos. Sí, por una vez Colin tiene razón. Es una locura.
– Sí, hoy. Me apetece.
Colin se encoge de hombros. ¿Qué puede decir? Cuando Edmund toma una decisión, no hay quién le saque de allí. Es un cabezota.

Camina por la playa, abrazándose al abrigo. Tal vez no ha sido una idea muy cuerda ir, pero está contento de haberlo hecho. Es el único caminante entre aquellas arenas suaves y compactas, el dueño de las olas ligeras que chocan contra la orilla. Sonríe, como no lo hace siempre que hay alguien delante, como no se permite hacerlo.
« Esto es tan bonito»
Se sienta en la arena, ignorando la humedad que cala sus pantalones. Se siente bien, demasiado bien en realidad. La soledad es un placer cuando no se convierte en costumbre. Centra la vista en el mar, lejano, mágico, hipnótico.
Unos brazos le rodean desde detrás, y él piensa.
« Ya estás aquí»
Sólo que ya no es exactamente él quien piensa.
Ella le da la vuelta, y le besa suavemente en los labios. Ambos, sin haber dicho nada, sabían que se encontrarían allí.
Se sienta entre sus piernas, y ríe. Él le hace cosquillas en la nuca con los labios. La ha echado de menos. Sí, y mucho. Ella se gira y le mira fijamente a los ojos. Aquellos ojos grises que parecen hablar por si solos, fundentes, atrayentes, enamorados.
Ella dibuja un corazón en la tierra, cuidadosamente. Piensa.
« Sin palabras, te quiero»
Sabe que él lo entenderá.
El dibuja otro, entrelazándolo con el de ella. Desea poder decir:
« No, yo te quiero más. Mucho más»
Pero ella niega con la cabeza, y le empuja suavemente con un brazo. Se levanta, y echa a correr. El sonríe, como si a ella no se ajustase la regla, como si con ella pudiese sonreír de verdad. Y corre tras ella. Se persiguen, se detienen, vuelven a correr. Como la vida misma, como el tiempo. Al fin, caen en la arena, agotados, empapados. Presos del mundo, un mundo al que no desean pertenecer.
Se besan, primero lento, después con necesidad. Se necesitan, se quieren, y sin embargo tienen tantas limitaciones. Tantas cosas que no pueden hacer, tantas cosas que no pueden decirse.
Ella le detiene cuando él comienza a desabrocharle el abrigo. No es el momento, no es el lugar. Es un sitio fantástico y están solos, pero hace demasiado frío.
Sonríe, y le besa de nuevo en los labios. Es un beso de despedida, dulce y amargo a la vez, como todas las despedidas.
Después se levanta, y sacudiendo la arena de su abrigo, echa a correr de nuevo.
Y él suspira. ¿Por qué las reglas deben ser tan estrictas? ¿Por qué ponerle ataduras al amor?

Se levanta de la arena, pensando:
« Dios mío, estoy empapado»
Vuelve a ser él. No es consciente de llevar tanto tiempo mojándose, la lluvia se había vuelto más enérgica, como los latidos de su corazón, que aún no se han ralentizado. Una chica corre a lo lejos, y se pregunta cómo no la ha visto pasar. No ha estado tan sólo como pensaba.
Se sacude la arena, que misteriosamente siempre se introduce hasta los lugares más recónditos y echa a andar. Pasa al lado de dos corazones dibujados en la arena, unidos por el destino, pero no está concentrado en el suelo que pisa. Observa aún a aquella chica que cada vez se hace más pequeña en su visión. Y sin saber por qué, echa a correr. Simplemente porque lo desea. Tal vez, sólo quiere verla de cerca, tal vez… ¿Quién sabe? La vida es un misterio.