je t'aime, sans mots






































PREFACIO

Ella entra en el vagón. Tan sólo tarda unos instantes en verle, y sonríe como sí su día acabase de iluminarse. Él también la ha visto y oculta una sonrisa atrapando su labio inferior con los dientes. Se acercan, ahora ajenos a la existencia de otras personas, incapaces de ver otra cosa que no sean ellos mismos. Se miran, ninguno estaba dispuesto a decir nada. No había nada que decir. Ella alza la mano y acaricia la mejilla del muchacho, él sostiene la barbilla de ella entre sus dedos. El metro ha desaparecido, el mundo en sí era una falacia. Se besan. Es un beso dulce, efímero como el tiempo. Como aquel que sabe que desaparecerá y ya no quedará nada. Sus labios se separan, y ahora es él quien sonríe. No es tan fácil ocultar la felicidad cuando se ha encontrado. Pero no es tan sencillo. Se alejan. Ella regresa a la puerta por la que ha entrado, él se vuelve a apoyar en la pared. Él ve entrar a una joven por la puerta, justo en la parada de Tolbiac. La mira detenidamente, y se pregunta: « ¿Dónde la habré visto antes?» Ella le dedica su primera mirada, y piensa: « ¿Cómo se puede ser tan guapo?» Sus miradas se cruzan durante unos segundos. Después apartan la mirada, avergonzados. Es de mala educación mirar fijamente a los desconocidos. Ninguno de los dos recuerda nada. Ella es Danielle Baicry, enfermera en el área de psiquiatría del hospital “la collégiale”, en “rue du Fer à Moulin”. Tiene veintitrés años. Su cabello es castaño, rizado y largo, recogido en la nuca con una coleta. Sus ojos son verdes. Su piel es dorada, y un hoyuelo se dibuja en sus mejillas al sonreír. Es alegre, divertida, y transparente. Él es Edmund Fontaine, estudiante de último curso de física. Trabaja en la biblioteca municipal de París, en el número 74 de “rue mouffetard”. Tiene veinticinco años. Sus ojos tan grises como el hielo, y su cabello corto y moreno. Es callado, formal, y desconcertante. Sólo tienen una cosa en común… El pasado.



Capítulo 1. Ella
Danielle baja del metro, decepcionada. No ha podido dejar de mirar a aquel joven tan guapo, y sin embargo él... « Ni siquiera me ha mirado», piensa ella, mientras sube las escaleras hacia el exterior. Pero está equivocada. El destino había hecho que él la mirase cada vez que ella apartaba la vista. La vida es complicada. Una ráfaga de aire frío la bambolea, y la lluvia borra de su mente aquel pensamiento. No queda nada. En realidad, tiene demasiada prisa como para pararse a pensar en un simple desconocido. Es lunes, y llega extremadamente tarde. – Buenos días- saluda, como cada mañana, al guardia de seguridad que vigila la puerta. “Presurosa, pero amable”, aquel era uno de sus lemas favoritos. El vigilante se sobresalta aquel día, pues se ha quedado dormido con la cabeza oculta entre las manos. Tarda unos segundos en enfocar la vista, y aún unos más en responder. – Muy buenos días, señorita Baicry. Pero Danielle ya está demasiado lejos para oírlo. Ella anda rápidamente hacia los vestuarios —por eso de que correr en un hospital está mal visto—, mirando a cada segundo el reloj. « Creo que lo conseguiré», se anima, mientras mete la cabeza en la parte de arriba del pijama. Bolígrafos, folios escritos de días anteriores, esparadrapos varios, y algún que otro guante caen al suelo al sacar el pantalón de la taquilla, «Y algún día recogeré este desastre» Pero aquel no sería ese día. Sube por las escaleras, satisfecha. Se ha cambiado en un tiempo récord. Atraviesa la puerta que daba a la zona de psiquiatría cuando el reloj marca las ocho en punto. Thibaut, un paciente con doble personalidad, le saluda quitándose su sombrero imaginario. En realidad, sólo él sabe que se trata de un casco de guerrero romano. – Buenos días, señor Castelnou, se le ve muy bien esta mañana- responde ella, sonriendo. El anciano sostiene su casco entre los brazos hasta que la joven deja de mirarle, colocándoselo ligeramente ladeado hacia la izquierda. Nadie se daría cuenta de aquel detalle. Danielle sólo puede dar unos pasos más antes de que Marie Ann se cruce en su camino. Aquella mujer rechoncha, de aspecto rubicundo, corre como alma que lleva el diablo. – Buenos días, Danielle- saluda, deteniéndose de un brinco. Jadea, extenuada por la carrera. – Buenos días, Marie. ¿Por qué corrías de esa manera? La mujer mira a sus espaldas con nerviosismo. Por unos segundos había olvidado todo al ver a Danielle. – Dos perros me persiguen. – ¿Dos perros…?- inquiere la joven, extrañada. Pero justo en aquel instante dos sanitarios cruzan la esquina, caminando rápido. Recordemos, está mal visto correr en un hospital. – ¡Ahí vienen!- aúlla Marie Ann, agitada- ¡Tengo que huir! Danielle podía haber detenido a la mujer, y haber evitado que siguiese corriendo, pero los «perros» eran Ben Nyer y Roger Fosse. Ellos le habían hecho la vida imposible a la joven desde el principio de los tiempos. – Corre, Marie. No te dejes atrapar- susurra, mientras la mujer se alejaba velozmente. Nyer y Fosse pasan a su lado, pero ella finge no verles, ocultando una sonrisa. « Os está bien empleado», se dice doblando la esquina, disfrutando de aquella pequeña venganza. Llega al control de enfermería, y saluda. Algunos contestan, otros simplemente levantan la cabeza. – ¡Danielle!- exclama Nadine, saliendo del baño dando saltitos. En realidad era la única verdadera amiga que tenía en aquel hospital. Lo demás eran simplemente conocidos. Se abrazan, contentas de verse la una a la otra. Tan sólo llevaban dos días sin verse —el fin de semana había librado Nadine—, pero había parecido una eternidad. – Volvemos a ser dos contra el clan de los malditos- susurra la joven, procurando que nadie más oyera aquella frase. Los jefes del clan son Nyer y Fosse; en realidad eran los únicos integrantes. Después está el grupo de las rancias, conformado por algunas enfermeras muy desagradables. – El fin de semana fue terrible- responde Danielle, suspirando. El fin de semana, sin duda, eran los dos días en los que se juntaba todo. Podían haber tenido una semana de lo más tranquila, que el fin de semana iba a ser desquiciante, sí o sí. No cabía otra posibilidad. Se oye un grito a lo lejos, y Danielle supone que los perros habían logrado arrinconar a Marie Ann. Toda una pena, pues eso significaba que ellos habían vencido. Un joven les informa de qué había pasado durante la noche, mientras ellas cruzan significativas miradas. Patrick, uno de los enfermeros de la noche, es muy sexy. Más de lo permitido en la ley de “Quiero enterarme del parte, por favor Patrick no”, creada por la propia Nadine. Las jóvenes — sobre todo Nadine—, se quedan tan embobadas mirando al muchacho que no se enteran de la misa la mitad. ¡Menos mal que dejan escritas todas las incidencias en el ordenador! Sí, todo estaba informatizado desde que un paciente esquizofrénico se coló en el control y rompió todos los papeles para formar una hoguera después. Nunca encontraron al dueño del mechero, porque confesar aquel error les costaría el empleo. ¿Que por qué no había nadie en el control? Porque justo había habido una parada, y estaban todos formando parte de la reanimación. Los pacientes están demenciados, pero eligen el momento idóneo para actuar. Son astutos como los zorros. – Hasta mañana, Patrick- dice Nadine guiñándole un ojo. Él le sonríe ampliamente. – ¿Has visto eso?- susurra la joven, cuando Patrick se cuela en el cuarto de baño para cambiarse. Danielle se encoge de hombros. En realidad, no entiende por qué su amiga no ha «atacado» aún. Llevan tonteando al menos tres meses, pero ella no se decide a dar el paso. – Éste es el motivo por el que no pido el cambio de unidad. Danielle arruga el morro. – Gracias, ¿Eh? – También es por ti- añade Nadine, sonriendo inocentemente. Cuando de Patrick se trata, la muchacha pierde la cabeza. – Ya- responde ella, poco convencida. «Las rancias», un par de enfermeras que se llevaban muy bien entre ellas, pero que no admiten más personas en el club, hablan también de Patrick. Sólo que no bien, precisamente. Siempre tienen algo que criticar, en su caso, la facilidad para hablar con los pacientes, incluso los que se encontraban en una crisis psicótica. – ¡Qué descaro!- exclama una de ellas. – No tiene ningún tipo de respeto- dice la otra. Pero en realidad le tienen envidia. Envidia por su capacidad natural para llegar a la gente. – ¡Mira cuánta medicación tengo hoy!- exclama Nadine, orgullosa de sus tres bandejas llenas hasta arriba de sueros, inyecciones y pastillas. Es su segundo año trabajando, y aún no ha perdido la ilusión. No como las rancias, cuyo lema es: «Cuanto menos trabajo, mejor» – Creo que te supero- reta Danielle, sonriendo. Quiere distraer a Nadine, pues acaba de descubrir que el tensiómetro está libre. ¡El único tensiómetro de la unidad! – ¡Eso habrá que verlo!- exclama la joven, inspeccionando con mirada crítica las bateas de su compañera. Danielle aprovecha ese momento para dar dos pasos, y agenciarse el tensiómetro. Nadine tarda aún varios segundos en reaccionar, y después se cruza de brazos. – Has vuelto a engañarme- refunfuña. – Pero has ganado. Tienes más medicación que yo. La joven escapa triunfalmente, ambas han quedado satisfechas. Marie Ann es la primera a quien le toma la tensión, y ésta le cuenta cómo había huido de los «perros» hasta que sus rodillas habían flaqueado. – ¡Mira lo que me hicieron esos desgraciados!- exclama, mostrando sus brazos impolutos. Marie Ann Leclerc sufre alucinaciones- La próxima vez conseguiré escapar. – Yo me encargaré de ellos la próxima vez- asegura Danielle. Tampoco es bueno que sus pacientes trotaran como potros por los pasillos del hospital. – Ay, gracias hija- agarra las manos de la joven, agradecida— Vaya heridas me han hecho esos animales. Danielle sonríe. El karma da a cada uno lo que se merece. Después le toma la tensión a Aubin Cussier, un paciente con alzheimer. – Eres nueva, ¿Verdad?- pregunta. Aquella es la pregunta acostumbrada desde el primer día que ingresó, hacía dos semanas. – No, señor. Es posible que no me recuerde. Danielle siempre le da la misma respuesta. Y él dice: – Mis nietos vendrán hoy a verme. Adoro a esos renacuajos. Aquello se había convertido ya en una especie de tradición. Y sin saber por qué, aún aquella frase hace sonreír a Danielle. – Señor Cussier, tiene usted la tensión de un jovenzuelo- dice ella, quitándole el manguito con cuidado. La piel de aquel anciano es como el papel, se rasga sólo con mirarla. – Si tú supieras… Tengo ya noventainueve años, cielo. Ella agita la cabeza, mordiéndose el labio. En realidad, tenía ciento tres. Cada día, le dice una edad distinta. Después le toca el turno a Thibaut Castelnou, que piensa que el manguito del tensiómetro era una de las cadenas con las que le arrastrarían a luchar al coliseo. Tomarle la tensión, eso sí que era una lucha. Pero Danielle siempre conseguía convencerle. Y así, unos cuantos más, no es necesario abrumaros con tantos nombres. Danielle no tuvo tiempo para aburrirse, que era exactamente lo que más le gustaba de aquella planta. No soporta al clan de los malditos, no aguanta a las rancias, pero adora a sus abuelillos desorientados y su complicada forma de ver la vida. Pues, como dijo Casimir Delavigne, “En sus momentos de lucidez, todos los locos son sorprendentes”.

II
Él la observa mientras sale del vagón, esperando que ella se gire, que le dé un signo de reconocimiento, algo. Se pregunta, ¿A dónde irá? ¿Cómo será? Aún no ha recordado de qué le suena su cara. Sólo sabe que algo se le escapa… – ¿Qué horas son éstas de llegar?- pregunta el señor Lamboige, hinchando los carrillos, como si intentase respirar todo el aire de la sala, asfixiándole como castigo por llegar tarde. – Lo siento, señor, el metro iba fatal- miente Edmund, mirándole a los ojos, asegurándose de ser lo bastante convincente. La verdad es que se había quedado dormido. – Ya, claro, está lloviendo- admite Lamboige haciendo una mueca— pero que no vuelva a ocurrir. «El saber estar, es el saber estar», piensa Edmund, contando los segundos que tardaría en escuchar aquella frase. – El saber estar… Es el saber estar- dice él, un segundo después de lo acostumbrado. Aquella es la frase favorita del señor Lamboige, y nunca desperdicia ninguna ocasión de utilizarla. – Lo sé, señor. El señor Lamboige aprieta los labios, y Edmund escapa. Lamboige es, sin duda alguna, una de las personas más pedantes del mundo. Y también, su superior. Sube las escaleras, hasta la segunda planta, donde le espera una buena pila de libros por ordenar. – Buenos días, señora T.- saluda Edmund al pasar al lado de una ancianita que lee un grueso libro con sus anchas gafas prehistóricas. – Buenos días, hijo- saluda ella, mientras alza la cabeza. Sus ojos, arrugados pero vivaces, se ven enormes tras aquellos cristales de culo de vaso. Ella fue la bibliotecaria antes que Edmund, y por eso goza de algunos privilegios. Entrar en la biblioteca antes de la hora de apertura es uno de ellos. Edmund enciende el ordenador, mientras éste chasquea jadeante, esforzándose en arrancar. El pobre ordenador es más viejo que matusalén. – Venga, amiguito- alienta Edmund, golpeteando la mesa con las yemas de los dedos. Al fin aparece la imagen de inicio de Windows. Teclea rápidamente la contraseña, y lo deja preparado. Después, se pierde entre las estanterías de libros. – Ajá, física avanzada- se dice a sí mismo, colocando el libro sobre una mesa. No tarda apenas en colocar los libros que había amontonados del día anterior. Vuelve a por el libro de física, y se sienta en su puesto de trabajo. « Aún quedan dos minutos para que abran la biblioteca, y nunca nadie ha llegado justo a esa hora. El señor Lamboige es un exagerado», piensa, bostezando. En realidad, estaba destrozado. Étoile, su gata, no le ha dejado pegar ojo en toda la noche. Étoile está en celo, y maullido para arriba, maullido para abajo, el pobre muchacho no ha logrado descansar ni un minuto. Abre el libro. « ¿Las letras están borrosas o es que me estoy quedando dormido?» Por mucho que lo dijeran los refranes, madrugar NO es bueno. – Perdona, ¿Me puedes decir dónde está la sección de literatura romántica?- pregunta una voz, y Edmund levanta la vista del libro, consciente de que se ha quedado traspuesto. La biblioteca ya está abierta, y algunas mesas están ocupadas por lectores empedernidos o estudiantes agobiados porque tarde o temprano, más bien temprano, llegarán los exámenes. – Sí, claro. Está en el quinto pasillo, al final. Ella sonríe, tratando de alargar el momento lo más posible. Es una joven quinceañera, y sus amigas están a varios metros, cuchicheando nerviosas. Edmund ni siquiera lo sospecha, pero ellas acaban de crear un club de fans que lleva su nombre. – Gracias- dice la muchacha, alargando aún más su sonrisa. Es la cabecilla del grupo, y la más valiente, pues ninguna de las demás se ha atrevido a realizar la misión. – De nada- responde él, bajando la mirada a su libro. «No debes dormirte, no debes dormirte» Pero no es tan fácil convencerse a uno mismo. La joven se marcha, algo decepcionada, pero sus amigas la reciben como si hubiese conseguido un gran logro. – ¡Está tan bueno!- cuchichea una de ellas, mordiéndose las uñas, ya desiguales de por sí. – Será nuestro, nenas- dice la encargada de la expedición, mostrando una renovada confianza en sí misma. – Sólo necesitáis una buena estrategia de ataque- interviene una tercera, que había madurado algo más deprisa que las demás. Las cuatro se echan a reír, aunque una de ellas no había dicho nada. Era la más tímida de todas, pero eso no significaba que no opinara lo mismo que las otras tres. Todas, sin excepción, eran un mar de hormonas rugiente. Sólo que una de ellas había aprendido a controlarse. Edmund, levanta la vista, fijándose unos segundos en aquellas cuatro chicas, cuyas voces se oían, aunque no se entendía qué decían. También ve a lo lejos a un hombre bajito, de gafas redondas y pelo ralo que enarca las cejas en un gesto de indignación. Se aproxima hacia ellas. « Pobres, la que les ha caído», piensa. – Señoritas, he de recordarles que esto es una biblioteca- susurra el señor Lamboige, crispado. Los murmullos de las jóvenes se apagan, girándose avergonzadas. – Lo siento, señor- se disculpa la muchacha tímida, la única que no había abierto la boca, mientras sus mejillas toman un color rojo intenso. Sus amigas la secundan al unísono, menos arrepentidas de lo que puede parecer. Pero el señor Lamboige parece convencido. – El saber estar, es el saber estar, señoritas- recita, como quién reza un ave maría. Después, se aleja, convencido de que aquellas jovencitas no volverían a armar jaleo. Son jóvenes y rebeldes, eso es prácticamente imposible. – ¡Será viejo caduco…!- refunfuña una de ellas, mientras se dirigen a la sección de literatura romántica. Hay que aparentar, aunque en realidad iban a preparar una estrategia de abordaje. – ¡Lilly!- exclama Monique, la muchacha tímida, sorprendida de la insolencia de su amiga. Pero varios segundos después todas ríen, mientras observaban a Edmund desde el que sería su rincón de vigilancia, en la quinta sección. – Los jóvenes de hoy en día no son lo que eran- afirma Lamboige mientras Edmund finge escribir a toda prisa. Debía haber imaginado que después le tocaba a él, “Cuando veas las barbas de tu vecino pelar, pon las tuyas a remojar” dice el refrán. – Tiene usted toda la razón- en un año que llevaba trabajando allí, todavía no ha dejado de hablarle de usted, ni siquiera se sabe su nombre. La señora T. sale en su ayuda, distrayendo al señor Lamboige. – Ay, Hubert- ella sí conoce su nombre de pila— He acabado ya el libro, ¿Puedes ayudarme a buscar “Las llanuras del tránsito”? – Como no. Acompaña a la señora T. que le guió incorrectamente. Se gira un segundo, el tiempo necesario para guiñarle un ojo a Edmund. Él articula un «gracias», observando como la anciana se las apaña sola para entretener a su supervisor, arrastrándole cada vez más lejos. Algún día, Edmund le pediría que le enseñara cómo hacerlo.

III
Las dos y media. Ya queda poco para que Danielle haya acabado el turno, y está escribiendo en el ordenador. El día no ha estado mal del todo.
Suena el teléfono del control. Danielle pega un salto en el asiento, sobresaltada. Se levanta para responder, pero una de las rancias se le adelanta por unos segundos, y lo descuelga.
   – ¿Psiquiatría?- pregunta con pronunciada voz nasal, mientras Danielle aún tiene el brazo estirado en dirección al teléfono. Comienza a bajarlo en el mismo momento en el que la enfermera arruga la nariz como si algo oliera mal, para decir después— Danielle, es para ti.
Ella lo recoge, extrañada.
   – Danielle Baicry al teléfono- dice, mientras estudiaba a Antoinette —así se llama la rancia— que parece dispuesta a permanecer allí, a la escucha.
   –Dani, soy yo.
Ella reprime una exclamación, saltándose una respiración, y después pregunta:
   – ¿Qué quieres?
La presencia de Antoinette le intimida. Al otro lado, una voz aniñada refunfuña.
   – ¿Por qué eres tan huraña conmigo?
Danielle sonríe divertida, aunque no está dispuesta a ceder. Se suponía que no debe llamarla en horario de trabajo a no ser que fuera una urgencia.
   – ¿Por qué me llamas? Estoy trabajando.
   – ¡Jo! Quería asegurarme de que recordabas que habíamos hecho un trato- responde la voz.
   – No se me ha olvidado- asegura Danielle, enarcando las cejas. A su vez piensa:
« Ésta mujer se creerá que no me resulta incómodo hablar con ella aquí»
Se refiere a Antoniette, por supuesto.
   – Ya entiendo, hay alguna rancia cerca.
Danielle, sorprendida, tapa la boca del teléfono unos instantes, y observa a la enfermera, que finge estar más a sus uñas que a la conversación. Todo mentira. Pero no ha sido capaz de oír lo que dicen al otro lado de la línea.
   – Sí- responde Danielle, después de asegurarse de que no ha habido ningún cambio en la expresión de Antoinette, ya de por sí indiferente.
La voz ríe, risueña.
   – Estupendo. Recuerda que quiero guppys.
   – Sí- responde Danielle, pero la línea ya estaba comunicando. Como siempre. Agita la cabeza de un lado a otro pensando:
« Nunca cambiará»
 Después cuelga el teléfono.
   – ¿Quién era?- pregunta Antoinette, apoyando la mano en el teléfono colgado. En realidad, únicamente se interesa porque está maquinando cómo convertir aquello en la mejor crítica posible.
   – Era mi hermana- contesta Danielle. No tenía ni pizca de ganas de entablar una conversación con Antoinette.  Nadine pasa justo por delante, con una de sus tres bateas, y Danielle ve la luz.
-Oye Nadine, ¿Necesitas que te haga algo?
En realidad sólo quiere ser salvada.
Nadine las observa, pasando la mirada de una a otra, y después responde.
   – Hombre, si no te importa quitarme unos aerosoles en la habitación 15-16.
Danielle le dedica una mirada agradecida, y dice:
   – Ahora mismo voy.
Se escapa, la rancia se queda con la palabra en la boca. Sorprendida de cómo la muchacha ha logrado escaparse de su tercer grado, tan sutilmente.
Danielle entra en la 15-16, y saluda a los pacientes, sonriendo ampliamente.
Ninguno de ellos lleva puestos los aerosoles, Nadine sólo le ha proporcionado una excusa para desaparecer.
   – ¿Qué tal se encuentran?- pregunta, ladeando la cabeza.
Los dos viejecitos la observan fijamente, pero ninguno de ellos contesta. Danielle arruga los labios, preguntándose por qué. Más tarde, descubre que uno de ellos es sordomudo, y al otro le daba vergüenza hablar por qué no llevaba puesta la dentadura.
Sale de la habitación silenciosa cuando considera que ha pasado un tiempo prudencial.
   – Podías haber elegido una habitación con pacientes más conversadores ¿No?- susurra a su amiga, procurando que las rancias no lo escuchen.
Nadine apreta los labios.
   – Ingrata. Ellos eran los únicos que tenían aerosoles.
   – ¿Y qué…?
«…Importa eso», iba a decir, pero la joven no le deja continuar.
¿Es que su amiga no conocía a las rancias? Nadine niega con la cabeza a la vez que dice:
   – Parece mentira que tenga que explicártelo. Lo primero que ha hecho cuando te has ido es mirar disimuladamente la prescripción médica de los dos pacientes.
Danielle aún se sorprendía con aquellas cosas.
   – ¿De veras?
Nadine asiente mientras dice:
   – Como seas tan inocente para todo, hija mía… Te las van a meter dobladas.
Y tanto. Antoinette aparece por detrás, y pregunta:
   – ¿Y qué quería tu hermanita?
« Pero a ti qué te importa», piensa Danielle, disgustada porque sólo ha logrado librarse temporalmente de ella.
   – Tenía problemas con una cosa- miente la joven, esperando que la rancia no vuelva a preguntar.
¡Pobre ilusa!
   – ¿Con qué?
Nadine sale en su defensa.
   – Antoinette, creo que te llaman en el control.
Las dos saben que aquel interés repentino por Blanche, la hermana de Danielle, no significaba nada bueno.
La enfermera vuelve la vista hacia la joven, pensando:
« Esta vez no podrás evitar que siga preguntando»
   – Yo no he oído nada- dice Antoinette, arqueando las cejas notablemente.
Pero tuvieron suerte… La voz de la otra rancia, Claudie, suena justo en ese momento.
   – ¿Antoinette?- la llama.
   – Voy- dice la aludida, y piensa furiosa:
« Se ha vuelto a librar»
Se aleja y Danielle suspira profundamente.
   – Gracias de nuevo- murmura, distraída. Todavía esperaba verla aparecer en cualquier momento con alguna pregunta más. Pero por suerte, eso no sucedió.
Aún así, Danielle no quiere arriesgarse, así que sale por patas después de dar el parte al turno de tarde.
   – Eh, eh, eh. ¡¿Quieres decelerar un poco?!- dice Nadine, corriendo tras ella. A ella le trae al fresco que correr en el hospital esté mal visto.
Danielle se detiene durante unos segundos, el tiempo que tarda Nadine en alcanzarla.
   – Sabes que mañana volverá a la carga, ¿Verdad?
Nadine es única dando ánimos, sin duda.
   – ¡Mañana libro!
Danielle sonríe ampliamente, Nadine hace una mueca.
   – Me abandonas… ¿Y te alegras por ello?
La joven finge pensárselo unos instantes.
   – Creo… Creo que sí. Absolutamente sí.
Sonríe, y la golpea con el hombro suavemente.
   – Tú vienes de librar el fin de semana. Yo también necesito descansar.
Pero Nadine refunfuña, poco convencida.
   – Está bien. Pero démonos prisa, ¡Me muero de hambre!
Así es Nadine. Puede decirte que vayas despacio, y al momento siguiente meterte prisa.
   – Buena suerte mañana- dice Danielle después de entrar en los pantalones de un salto y ponerse rápidamente la camiseta— ¡Te veo el miércoles!
Sube al metro, mirando a ambos lados. Ella no lo sabe, pero busca a Edmund con la mirada. No está. Baja en “Porte de Choisy”, y camina despacio hacia el centro comercial “Masséna 13”. No llueve, no tiene prisa.
Una vez allí, pasea hasta encontrar la tienda que estaba buscando; «Aquapoint».
   – Buenas tardes- saluda el empleado, con cierto deje de cansancio acumulado. Está harto de trabajar entre peces, pero mejor aquello que estar en el paro.
Danielle responde al saludo, y se acerca a las peceras. Divisa a los guppys al primer vistazo, y después sonríe.
   – Disculpe, ¿Puede ayudarme?
El vendedor levanta la cabeza de su revista de peces, adormilado.
-Sí, un segundo.
Tarda algo más que un segundo, pero como ya había dicho anteriormente, Danielle no tiene prisa.
   – Bien, usted dirá.
   – Vale. Primero quiero, ese guppy rojo de allí- señala en el acuario, a un pez que colea rápido de un lado a otro, derramando energía vital en cada movimiento— Y de macho… Ese- señala un ejemplar de cola larga y azul. Los machos de los guppys deben estar separados los unos de los otros, pues de lo contrario se pelearían hasta la muerte.
El empleado tarda unos instantes en lograr atrapar al guppy rojizo, que no parece dispuesto a rendirse tan fácilmente.
   – ¿Algo más?- pregunta, cuando ya tiene a ambos separados en bolsas individuales.
   – Sí- responde ella, mirando el resto de acuarios— Bien, quiero un par de platys también. A ver… Ese negro de allí, y ese naranja- los señala mientras el tendero intentaba atraparlos con la red.
   – Genial- dijo cuando los tuvo embolsados junto a los otros— Y unos neones.
Aquellos pececillos, que destellan con colores azules en su movimiento, son muy graciosos. Está segura de que a Blanche le encantarán.
   – ¿Algo más?
   – Eso es todo- responde Danielle, sosteniendo en sus brazos las bolsitas con los peces.
El vendedor la cobra, y le da una bolsa para que guarde sus nuevas adquisiciones. Danielle lo agradece, y después se marcha rápidamente. Ahora sí tiene prisa. Llevar a los peces en bolsas de plástico le angustia, imagina cómo se sentiría ella de estar en su situación. Y no es una sensación agradable.
« Venga, venga, venga», refunfuña el tiempo que tardó el metro en llegar, y el camino a casa lo hace casi corriendo. Aunque su carrera también tiene que ver con que ahora si llueve, y ella se ha dejado el paraguas en la taquilla. ¿He dicho llueve? No. Definitivamente, diluvia. Llega a casa más mojada que sus peces.

IV
En otra parte de la ciudad, Edmund estudia su libro, sentado en una mesa alejada de su club de fans. Ya ha acabado su jornada, pero se ha quedado un rato más en la biblioteca para darle un repaso al libro.
« Espero que Colin haya llegado ya a casa», piensa, mientras su estómago gruñe sonoramente.
Colin es el compañero de piso de Edmund. Hace poco que han hecho un trato: «El primero que llegue hace la comida». Y Colin siempre se las arregla para llegar el último.
«Bueno, ya está bien por hoy», se dice, levantándose de la silla. Las chicas se percatan de aquel movimiento, y empujan a Lilly a levantarse, la joven forcejeando para mantenerse sentada. Allí va la segunda parte de su ideado plan de seducción.
– Gabrielle, no puedo hacerlo- jadea Lilly, sus rodillas temblequean espasmódicamente.
– Anda tonta- responde la cabecilla del grupo, Gabrielle— es una tarea muy fácil.
– Se os escapa- susurra Clervie, señalando con la cabeza a Edmund, que ha atravesado ya la mitad de la biblioteca.
– Adelante, Lil. No nos avergüences.
Lilly camina indecisa tras de él, mirando un par de veces atrás, donde sus amigas le esperaban ansiosas.
– Eh, perdona…
Edmund no la oye, sigue caminando hacia la salida.
– ¡Oye!- corre tras él, y Edmund se gira sorprendido. ¿Quién grita así en medio de una biblioteca? Muchas cabezas se habían levantado hacia ellos. Cabezas con miradas desconcertadas, miradas acusadoras, miradas divertidas.
– ¿Me llamas a mí?- susurra él, buscando aún a otra persona a la que pudiese pertenecer aquel grito.
– Sí- jadea Lilly, ocultando sus manos temblorosas tras la espalda.
– Bueno… ¿Y qué es lo que pasa?
– Quería preguntarte una cosa, Ed- dice, mirando fijamente la tarjeta identificativa que lleva colocada en el borde superior izquierdo de su camisa.
– Edmund- corrige él, frunciendo ligeramente el ceño.
– Edmund- repite ella.
– ¿De qué se trata?- apremia él.
El señor Lamboige, que es como un sabueso, ha escuchado el grito de la joven y baja las escaleras hacía aquel piso, con la misma energía con la que desenterraría el perro un hueso.
– Ya sé que sé que ahora no estás trabajando, pero… ¿Podrías decirme dónde está la novela policiaca?
– Está en el tercer pasillo- dice Edmund, encogiéndose de hombros- Si tienes alguna duda más, puedes preguntarle a mi compañero.
Señala con la cabeza al muchacho que está ahora detrás del escritorio.
– Vale, gracias- responde ella, riendo nerviosamente.
– De nada- dice él, girándose de nuevo para marcharse.
– Hasta mañana, Edmund.
Ella sonríe lo mejor que sabe hacerlo, pero no obtiene demasiado a cambio.
– Adiós- dice él, mirando un segundo atrás.
En cuanto desaparece por la puerta, Lilly camina eufórica hasta sus compañeras.
– ¿Qué te ha dicho?- pregunta Monique.
– Eso no importa- dice Gabrielle, sonriendo agudamente— ¿Cómo se llama?
– Edmund- responde Lilly, mordisqueando sus uñas de nuevo.
– Ed, es un nombre bonito- dice Clervie, encogiendo los hombros.
– Edmund- repite Lilly- no le gusta que le llamen Ed.
Se miran, y repiten todas a la vez.
– ¡Edmund!
Después, se echan a reír.
Por otro lado, Edmund se cruza en las escaleras con el señor Lamboige, que le saluda preguntando:
– ¿Ha visto quién ha gritado?
Está seguro de que ha llegado tarde para averiguarlo. Incluso con sus capacidad para detectar culpables.
– No, señor- miente Edmund.
– Está bien, hasta mañana señorito Fontaine.
– Hasta mañana- responde él, bajando las escaleras a toda prisa.
Ya en el portal, recibe una llamada.
– ¿Sí?
– ¡Hola!
– Hola, Colin- ¿Llegaste ya a casa?
Espera que conteste que sí. Que hay una deliciosa comida esperándole en casa.
– No. Te llamaba por eso. Me voy a quedar a comer con una amiguita, ¿Vale?
– Vale- responde Edmund. Su deseo se ha ido al traste, llegaría a casa no habría comida preparada en la mesa.
– Genial. Nos vemos para la cena.
– Adiós- responde él, y después cuelga.
Tiene tanta hambre que no puede esperar, al pasar al lado de una panadería se compra un bocadillo. No es una cosa del otro mundo, pero es comida. También llueve, pero no le importa. Le gusta la lluvia.
Entra en casa, Étoile le saluda con un maullido.
– Sí, lo sé- dice mientras le echa comida en su plato azul marino.
La gata se abalanza sobre su comida, ignorando momentáneamente a su dueño.
– ¿Tú también?
Se desviste de camino hacia el baño, dónde se lava los dientes cuidadosamente.
Enciende la radio, y tararea una canción con la boca llena de espuma. Sonríe, su sonrisa era apenas un movimiento de las comisuras de sus labios hacia arriba. Pero sus ojos también sonríen.
Va al comedor, y Étoile se le une por el camino. Maúlla suavemente, y él chista.
– Ahora tienes que dejarme dormir, estoy agotado.
La gata no comprende nada de lo que el muchacho está diciendo, pero se calla.
Se tumba en el sofá, y bosteza. Tarda unos minutos en darse cuenta de la luz roja que parpadea en el teléfono. Tiene un mensaje.
Se estira, tocando el dispositivo con las puntas de los dedos.
– Venga, un poquito más- se dice. No tiene ninguna intención de levantarse, a no ser que no consiga alcanzarlo. Pero sólo, y únicamente en ese caso.
– Ya está- lo sostiene entre sus manos, y Étoile maúlla como respuesta.
Le da al botón, y la voz de una mujer resuena por el salón.
“Hola, Edmund. Soy Marine. Lo he estado pensando mucho, y creo que me equivoqué. ¿Podríamos vernos? Llámame, un beso”.
Edmund vuelve a darle a la tecla, entre desconcertado y sorprendido. La voz de ella vuelve a sonar, y cuando el mensaje se acaba, él lo borra sin pensar más.
– Te llamaré más tarde- dice, colocando el teléfono en su sitio.
Marine es la novia de Edmund. Bueno, lo había sido hasta hace dos días, cuando le dejó sin dar más explicaciones que “Necesito tiempo para pensar”. Hacía tiempo que la cosa no funcionaba del todo bien, pero el joven se merecía al menos una explicación. Unas palabras. Algo más que un mensaje diciendo: « Necesito tiempo para pensar. No me llames» Y ahora volvía, así, sin más.
« No lo entiendo», se dice Edmund. Pero el sueño le vence instantes después, impidiéndole que pueda preguntarse la cuestión más importante. ¿Qué le había hecho volver?

V
El timbre suena, igual que siempre, tres timbrazos cortos y uno largo al final, el sonido inequívoco, el sonido habitual.
– ¿Quién es?- pregunta Danielle, de todas formas. Sólo Blanche llama así.
– Anda, abre. Me muero de hambre.
Ella pulsa el botón, y después remueve un par de veces más los espaguetis que se ablandan en la cazuela. Le encanta la comida italiana, de hecho había dado un curso el año pasado, y se le da muy bien.
– Lunes, ¡Pasta! Hay cosas que nunca deben cambiar- dice Blanche, olfateando a la vez que cruza la entrada dando un par de cómicas vueltas que casi le hacen perder el equilibrio. Está alegre.
Blanche es la hermana pequeña de Danielle, tiene 11 años. Vive con ella desde hace un par de años, después de que un trágico accidente de coche se cobrara la vida de sus padres. Nunca hablan de aquel tema, pero conservan la fotografía de familia en el salón. Que no exterioricen sus recuerdos, no significa que los hubieran olvidado.
Blanche quiere entrar en el comedor, pero Danielle se interpone, adivinando sus intenciones.
– Ni hablar.
– Pero… ¡Quiero verlos! ¿Me gustarán? Oh, s'il te plaît, s'il te plaît, s'il te plaît...
Danielle sonríe, complacida ante la mueca entusiasta de su hermana.
– Ve a ponerte el pijama y a lavarte las manos. En cuanto acabemos de comer, te prometo que serás tú misma la que les sacarás de la bolsa.
Sí, estan dentro del acuario, pero aún embolsados. Para que los peces se acostumbren a la temperatura del acuario es conveniente introducirlos con la bolsa al menos media hora antes de soltarlos en el agua.
– ¡Vale!- exclama Blanche corriendo hacia la habitación, y deteniéndose un segundo antes de entrar, mirando hacia atrás.
– ¿No estarás pensando en hacerme trampas?- pregunta Danielle, frunciendo el ceño.
– ¡No! Sólo quería decirte “hola”. Se me había olvidado saludarte.
Y Danielle sonríe de nuevo.
– Hola Blanche…- le guiña un ojo, y después añade— como me hagas trampas, no te dejaré soltarlos en la pecera.
La muchachita tarda apenas unos minutos en cambiarse, y corre hacia la cocina sin desviar la mirada hacia el comedor. La tentación de ver los peces es grande, pero la posibilidad de liberarlos ella misma es aún más fuerte.
Pone la mesa, mirando fijamente a su hermana mayor, que acaba de echarle la salsa a los espaguetis y está comprobando si les falta sal.
– ¿Cuántos guppys has comprado?
Necesita respuestas con las que saciar su incansable curiosidad.
– Dos- aquella fue la primera pregunta a la que Danielle accede a responder.
– ¿Sólo dos?- para ella que espera llenar completamente la pecera de peces, dos se le antojan muy pocos.
– Sí, un macho y una hembra.
– Pero…- Blanche cavila, poco convencida- ¿Y si no se gustan?
Danielle se ríe, divertida ante aquella pregunta.
– Se gustarán.
– ¿Cómo puedes estar tan segura?
– Porque los he elegido yo.
Blanche se cruza de brazos, aún dándole vueltas. ¿Y si su hermana no tenía razón? Pero se olvida de todo cuando el plato de espaguetis está frente a sus narices. ¡Olían tan bien, y ella tiene tanta hambre!
Engulle la comida mientras observaba a Danielle, que come lentamente, sin prisa.
« ¿Por qué irá tan despacio?», se pregunta, molesta. Quiere ir a ver los peces sin más demora.
– Venga, venga, vamos- insta, mientras su hermana acababa de recoger la mesa.
– Si me ayudaras tardaríamos menos- refunfuña, poniendo los vasos en el fregadero.
– Ya está. ¡Vamos!- tira de la manga de Danielle hasta que llegan a la puerta del comedor. Se para a mirarla un segundo, buscando en su rostro el permiso para abrir. Danielle sonríe, sorprendida ante lo pequeña que parece su hermana en aquellos instantes.
– Adelante.
Abre la puerta, expectante. Las bolsas flotan en la pecera, situada junto al televisor.
– ¡Oh!- exclama, mirando a los peces desde todos los ángulos posibles, excitada, feliz— ¡Me encantan!
Hace un curioso baile antes de recordar que los peces siguen estando ahí, atrapados en sus respectivas bolsas. Coge la primera, sin esperar a que Danielle le de permiso, y suelta el nudo, introduciendo al primer pez, que colea feliz de ser liberado de su cárcel de plástico.
– Se parece a Cleo- asegura señalando aquel pez, mientras trata de desenredar uno a uno los nudos de las bolsas.
– Está bien. Puedes ponerles nombres- Danielle sonríe complacida— Al fin y al cabo, te los ganaste.
Blanche da varias vueltas alrededor del acuario, observando a cada uno de los peces que nadan explorando su nuevo hogar.
El guppy azul ya persigue insistentemente al rojo, que nada velozmente, huyendo del bólido azul que era su persecutor. Blanche no sabe de suficiente psicología sobre peces como para entender si huye porque no le gusta, o si únicamente están jugando. En realidad, ¿Existen esas dos posibilidades?
Danielle ha aprovechado aquel momento para escabullirse, y se ha tumbado en su cama a leer. Desde su habitación se oye de vez en cuando las carcajadas emocionadas de Blanche. Hay un neón que la persigue el dedo, y eso la divierte enormemente.


Capítulo 2: Él

Despierta de un salto, encontrando a Étoile acomodada a sus pies, ronroneando silentemente. No ha sido consciente de que Morfeo le había secuestrado a su mundo, y sin embargo lleva un buen rato dormido. También es comprensible después de la noche que ha pasado.
– Eh, eh, baja de aquí, no querrás que luego te castigue Colin, ¿No?
Étoile levanta la cabeza, y maúlla suavemente. La gata sabe de sobra que su dueño es muy fácil de convencer, o al menos lo es para ella.
– Bueno, pero que él no se entere- sonríe a medias, acariciándola entre las dos orejas. La felina le observa mientras él se pone en pie, y se estira. Mira el reloj, eran las seis y veintitrés.
« Bueno, allá vamos», piensa, agarrando el teléfono.
Marca un número, sin necesidad de pararse mucho a pensar. Se lo sabe de memoria, lo ha marcado muchas, muchísimas veces anteriormente.
– ¿Diga?- responde una aguda voz femenina al otro lado.
– Soy Edmund.
– Edmund…- susurra Marine, como si no hubiese sabido desde el primer momento que era él. Ahora que le tiene al teléfono no sabe cómo comenzar a hablar.
– ¿De qué tenemos que hablar, Marine?- pregunta él. Su voz suena fría, distante. Tampoco puede evitarlo. Ella se da cuenta, lo que complica aún más su dificultad de expresar las palabras que quiere… Que tiene que decir.
– ¿Puedes quedar? No me gusta hablar estas cosas por teléfono.
El retuerce el cable del teléfono entre sus dedos antes de contestar, de decidir qué hacer.
¿Qué no le gusta hablar aquellas cosas por teléfono? La última noticia que había tenido sobre ella había sido un mensaje, un mensaje que le informaba de que todo se había acabado.
– Sí, claro.
– ¿Dentro de una hora, en el parque de al lado de mi casa?
– Vale- responde él, repentinamente nervioso.
– Hasta luego, entonces.
Marine cuelga, y Edmund continúa aún con el auricular en la mano durante unos instantes.
¿Qué le iba a decir? ¿Quería ella que todo volviera a ser como antes? ¿O era la confirmación de que ya no había nada entre ellos? Pero entonces, ¿Qué quería decir con «Creo que me he equivocado»? ¿Equivocado con qué?
Edmund observa a Étoile, que le devuelve la mirada con aquellos ojos inteligentes, felinos. Es como si le dijera:
« Soy consciente de lo que acabas de hacer»
Pero Edmund está cansado de darle vueltas. Se va al baño, se lava la cara para despejarse, y después se viste, con pulcritud.
Sale pronto, pues no le gusta ir con prisa a los sitios. Aunque sin saber cómo, siempre acaba corriendo. Saliese lo temprano que saliese.
Recorre las calles, aún húmedas por la lluvia reciente. En aquel momento sólo chispea. Edmund se cala la capucha, ignorando las gotas que empapan el resto de su vestimenta. La lluvia le hace sentir vivo.
Está ya cerca del parque cuando se detiene junto a un árbol. Da dos pasos hacia detrás, como si hubiese decidido hacer algo a última hora. Tal vez sí, tal vez no. Entra en la floristería que acababa de dejar atrás. Un revoltijo de aromas mezclados inunda sus fosas nasales, y un colgante colocado tras la puerta repiquetea al entrar.
– Bonjour- saluda la dueña de la floristería, sonriendo amablemente.
Edmund la devuelve el saludo con un asentimiento de cabeza, amable, como siempre.
– ¿Puedo ayudarle en algo?
Edmund asiente, y después señala unas flores en concreto.
– ¿Pensamientos? ¿Es eso lo que quieres?
Él asiente de nuevo.
– ¿Quieres una maceta?
El niega con la cabeza. Hace señas, explicándole que únicamente quería una flor, y señala exactamente la flor que ha elegido.
La mujer frunce el ceño. Se pregunta si aquel hombre es mudo o si le está tomando el pelo. Nunca antes le habían pedido una única flor, a no ser que fuera una rosa, un clavel, o una de las flores comunes. No se le ocurría ni como cobrarle.
– Puedes llevártela, te la regalo- decide al fin, tendiéndole la flor que él mismo había escogido.
Él medio sonríe, dejando un billete de cinco euros sobre la mesa.
La dueña va a rehusar aceptarlo, pero él ya se ha dado la vuelta, y sale de la tienda.
– Qué hombre más extraño- murmura la mujer, guardando los cinco euros en la lata que guardaba bajo la mesa que hacía las veces de mostrador.
Edmund regresa a la calle, dónde mira de un lado a otro, como si buscara a alguien. Pero no hay nadie conocido, tan sólo personas que caminan con sus paraguas, ajenos a todo el mundo que les rodea.
Se dirige hacia el parque, sentándose en un banco justo antes de entrar. Espera, ocultando el pensamiento en su bolsillo con cuidado. Es una flor delicada, y no quiere que se estropee.
Al fin llega ella. La joven de cabello castaño y ojos verdes como la hierba sonríe alegremente. Está tan contenta de verle.
Él la abraza, y ella suspira como si llevase todo el día esperando aquel encuentro. Como si no hubiese tenido suficiente con aquel fugaz beso en el metro, aquella misma mañana.
Él saca del bolsillo la flor, y la coloca en el bolsillo de la joven, sin que ella sea consciente. Ella sonríe aún envuelta entre sus brazos, mientras él respira profundamente su olor, un perfume ligeramente dulce, pero para nada empalagoso; el olor a felicidad. Se separan, absorbiendo mutuamente con la mirada cada uno de sus rasgos, tratando de recordar cada instante, de atesorarlo en su memoria.
Ella recorre el labio de él con un dedo, deteniéndose en una de las comisuras. Piensa:
« Sonríe, tienes una sonrisa preciosa. ¿Por qué no la aprovechas?»
Él la observa. Su corazón late rápido, y habría querido que el tiempo se detuviese. Para siempre. Pero no puede ser. Nunca podría ser.
Ella le besa suavemente, un beso de despedida, antes de echar a correr. Lleva pantalones de deporte, y de sus orejas cuelgan unos cascos conectados al mp3. En aquel momento está sonando «Quelqu’un m’a dit» de Carla Bruni.
Él suspira, observándola marchar. Después, se encoge de hombros y se deja llevar.
– ¿Qué?- Edmund frunce el ceño. No recuerda haber recorrido la mitad del camino, pero supone que tenía tantas cosas en qué pensar que su mente se ha desconectado de la realidad. No es la primera vez que tiene aquella sensación.
Entra en el parque, buscando a Marine con la mirada. Han quedado allí muchísimas veces, junto a la fuente con forma de hidalgo montado a caballo. Aún así nunca se han interesado por saber a quién representa. ¿Qué podía importar eso?
Una joven rubia de cabellos claros y ondulados, menuda, y de piel clara, está sentada en el borde, esperando a que Edmund llegue. Marine.
El joven piensa que tal vez ha sido mala idea, pero ya es demasiado tarde. Marine le ha visto.
Camina hacia él, sonriendo nerviosamente. Él no le devuelve la sonrisa, aunque sí se moja los labios, descubriendo un sabor dulce a fresa que no estaba allí antes.
– Pensé que no vendrías- dice Marine, acercándose para besarle.
Pero él se retira, sutilmente. Está confuso, necesita explicaciones. Aunque no está muy seguro de querer conocer sus motivos.
– Estás enfadado, lo comprendo- dice ella, deteniéndose, a una distancia prudencial. En el fondo, esperaba que él la recibiera con los brazos abiertos. Como si nada hubiese sucedido. Edmund tampoco responde a aquello, se dedica a observar los cambios en el rostro de la joven, intentando adivinar lo que oculta, lo que sus labios no dicen.
– Te debo una explicación- dice ella, mordiéndose el labio. Está nerviosa, y no sabe desde que perspectiva debe abordar la conversación. Que Edmund no hablara no la ayuda a centrarse.
– Sé que decirte eso en un mensaje no estuvo bien. Lo siento, pero estaba muy confusa- parece arrepentida de verdad— Edmund, di algo, por favor.
Él decide facilitar un poco las cosas, aunque su primera intención había sido dejarla hablar a ella. Escuchar era la manera más fácil de lograr entender algo. Porque él no entendía nada.
– ¿Por qué estabas confusa?- pregunta.
Ella respira hondo.
– Hemos tenido demasiados cambios en poco tiempo. Discutíamos mucho. No estaba segura de que esto funcionase.
Edmund arruga los labios, y ella traga saliva. Ahora que sabe que él iba a contestar a sus palabras, tiene miedo de la respuesta que podía dar.
« ¿No pudiste hablarlo conmigo antes?», piensa él.
– ¿Y ahora?- pregunta él.
– Te quiero, Edmund. No tenemos una buena época, pero todas las parejas pasan por sus baches ¿Verdad?
Necesita una confirmación para aquella pregunta que le ha estado corroyendo durante todos aquellos días anteriores.
– Sí…- contesta él, y ella sonríe. Pero Edmund no ha acabado— Pero yo ya no estoy seguro.
Ella enarca las cejas, su sonrisa se desdibuja mientras un nudo se acomoda en su garganta, incómodo, constrictor.
– ¿Qué quieres decir?
Las palabras que Marine no quiere oír salen por la boca de él, inevitablemente.
– No lo sé. No creo que debamos seguir con esto.
El labio inferior de ella tiembla. La voz de él es fría, pero sólo porque debe mantener las apariencias. Se siente débil, confuso. Como ella.
– ¿Me estás dejando?
– Sí- contesta. Ni siquiera es consciente de cuando ha tomado esa decisión.
La visión de Marine se torna difusa, nublada por las lágrimas. Lágrimas de desconcierto, de dolor, de pérdida. Ella pensaba que todo iba a volver a ser como antes, pero la realidad que ha encontrado es muy distinta.
– ¿Por qué?- pregunta mientras la primera de las gotas saladas se escapa de sus ojos y recorre su pálida mejilla.
– Es mejor así. No llores. No me lo pongas más difícil, por favor- Edmund da un paso hacia ella, mientras su corazón se encoge en un puño. La quiere, claro que la quiere. Pero es un amor deteriorado por las discusiones, un amor enfermo, malogrado. Un amor que a la larga no puede hacer más que daño.
Ella tiene entonces dos impulsos contradictorios. Quiere aferrarse a él, abrazarle para olvidar que aquello era el fin, y a la vez desea huir, su sola presencia le hace daño.
– Pero…- busca una manera de convencerle, ignorante de que la decisión ya está tomada.
– Hay otra mujer- miente Edmund. Supone que de ésa manera será más sencillo odiarle, y así le costará menos trabajo olvidarle.
Ella aprieta los labios, confusa ante la última afirmación. Sólo queda ya la segunda opción, y se vuelve un segundo antes de echar a correr.
– Edmund, no quiero volver a verte nunca más.
Lágrimas amargas caen ahora a borbotones por sus mejillas, desbordadas.
– Lo sé. Que te vaya bien, Marine- responde él al viento, mientras se muerde el labio, tal vez con demasiada fuerza. Su corazón también está resquebrajado, pero ha hecho lo correcto. Al menos, a su parecer.

II
Danielle corre hacia casa, cantando las canciones de su mp3 sin que un sonido llegue a salir de su boca. Ya lleva al menos una hora, y el cansancio comienza a hacer estragos en ella en forma de sudor, agotamiento y cierto abatimiento. Siempre se siente un poco más triste después de hacer ejercicio, aunque nunca se ha preguntado por qué.
Ya está frente a su edificio. Por fin. Aquel día la carrera se le ha hecho más larga que de costumbre. Rebusca en su bolsillo las llaves de casa, pero sus dedos chocan con algo suave, ligeramente húmedo, desconocido. Lo saca con curiosidad, y una flor amarilla con manchas negras en el inicio de sus pétalos aparece ante su vista.
« ¿Y esto?», se pregunta, sorprendida. Su corazón late una vez, con un golpe sordo.
Es una flor bonita, y misteriosamente no se ha estropeado en absoluto durante el tiempo que ha estado en el bolsillo. La contempla unos segundos más antes de continuar buscando las llaves. Sin saber por qué siente una tierna calidez en el estómago.
– Ya estoy aquí, Blanche.
La voz de su hermanita se escucha al otro lado de la casa, en su habitación.
– ¡Vale!
Se asoma, Blanche oculta rápidamente lo que tenía sobre la mesa, fastidiada.
– ¿Qué hacías? ¿Has hecho ya los deberes?
Ella asiente, añadiendo:
– Ya los acabé. Vete, estoy escribiendo en mi diario.
Danielle ríe, y deja a su hermana a solas, cerrando la puerta para darle mayor intimidad. Blanche no lo sabe, pero Danielle no puede evitar leer de vez en cuando aquel cuaderno de princesas Disney que utiliza como diario. Es como conocer la existencia de los unicornios y no desear ver uno. Son sucesos incompatibles.
Guarda el pensamiento entre las hojas de un libro cualquiera y se va a la ducha, aún preguntándose cómo ha llegado aquella flor hasta su bolsillo. Debe preguntarle más tarde a su hermana si ha sido ella, pero probablemente no se acordará.
– Dani, tengo hambre- dice Blanche detrás de la puerta del baño, golpeándola varias veces con los nudillos a la vez que habla.
– Ve poniendo la mesa. Ya veremos que hacemos de cenar cuando salga.
Blanche corretea hacia la cocina, pero finalmente se detiene en el comedor. Quiere jugar con Wanda, así había llamado al neón que sigue su dedo con movimientos rápidos y precisos.
– ¡Blanche! ¿Pero todavía no has puesto la mesa?- exclama Danielle, que sale de la ducha con una toalla enrollada a la cabeza y un albornoz de color albaricoque cubriendo su piel ligeramente bronceada.
– Es que…- se excusa Blanche, mostrando la mejor cara de niña buena que tiene en su repertorio. Había sido su intención poner la mesa, pero…
Pero suena el timbre justo en aquel momento, impidiendo saber si Danielle se ha ablandado o no.
– Voy yo, voy yo- dice Blanche, pegando saltitos hacia la cocina, donde está el interfono.
Pulsa el botón.
– ¿La contraseña?- pregunta, tapándose la nariz, de forma que el sonido que sale de su boca es completamente nasal.
– Pico de plátano tiene miedo- dice la voz al otro lado del interfono, y Blanche se echa a reír, feliz. Pulsa el botón sin más demora, y después grita:
– ¡Es Jacques!
Jacques es el mejor amigo de Danielle, y el amor platónico de Blanche.
El timbre vuelve a sonar minutos después, ésta vez en el piso, y Blanche abre diligentemente.
– ¡Jacques!- exclama, mientras sus ojos oscuros brillan alegres.
– Hola, blanquita. He traído la cena.
Muestra las dos cajas de pizza que lleva en brazos, y le guiña un ojo.
– ¡Genial!
Tira de él hacia la cocina, donde prácticamente le obliga a dejar las pizzas. Danielle está allí poniendo la mesa, y saluda sonriente a Jacques.
– ¡Hola!- responde él, intentando acercarse a darla un beso, pero Blanche vuelve a tirar de él.
– ¡Dejad los saludos para más tarde! ¡Jacques, tienes que ver mis peces nuevos!
Le insta a caminar hasta el comedor, y le señala emocionada.
–Rouge es esa roja de allí, el azul se llama Beau, Brun es el platy negro, Cleo el naranja, y los neones se llaman Wanda, Bleuraie un, y bleuraie deux.
– ¿Por qué le has puesto a dos peces el mismo nombre?- pregunta Jacques, intentando grabar en su memoria los nombres. Imposible, son demasiados, y él tiene muy mala memoria.
– Es que no consigo distinguirlos.
– ¿Y entonces…?- la pregunta del joven habría sido « ¿Y entonces como distingues a Wanda de los otros dos?», pero Blanche le interrumpe, señalando con el dedo hacia el acuario.
Los peces nadan tranquilos, acostumbrados ya al nuevo acuario. Pero en cuanto Blanche acerca el dedo al cristal, uno de los neones nada rápidamente hacia él, como si de un imán se tratase.
– Ésta es Wanda…
Jacques ríe, divertido.
– Ese pez es mi ídolo.
Y Blanche suspira.
– ¿Quieres intentarlo tú?
Ella aparta el dedo, y observa con atención como Jacques la imita, sonriendo.
¿Cómo se puede ser tan estupendo? Blanche está loquita por él.
– ¿Chicos? No es por nada, pero la pizza se está enfriando. ¿Se puede saber qué estáis haciendo?- resuena la voz de Danielle desde la cocina, y Blanche arruga el ceño.
« Jolines, siempre interrumpiendo», piensa.
– Anda, vamos Blanquita, que tu pez no me hace ni caso- dice el chico, echando a andar.
Wanda ni se ha inmutado ante el movimiento de la yema del dedo de Jacques. Y Blanche sonríe, complacida ante la idea de que precisamente fuera su dedo al que sigue el neón. Le hace sentirse especial.
Jacques besa ligeramente la mejilla de Danielle, que sonríe.
– Otro- pide, poniendo el otro lado y sonriendo afablemente— si no la mejilla izquierda tendrá envidia.
No sólo la mejilla izquierda, Blanche a veces también siente envidia del cariño con el que Jacques trata a su hermana mayor. Es una envidia sana, desaparece en cuanto Jacques le dedica uno de sus atentos cuidados.
– ¿Sabes, Blanquita?- le encantaba que la llamase así, y lo hacía porque Blanche no tenía la piel dorada como su hermana, era mucho más pálida. Además del obvio juego de palabras— He elegido la pizza que te gusta; jamón, aceitunas, pollo y extra de queso.
– ¡Te has acordado de todos, qué bien, Jacques!
– ¿A qué se debe esto? ¿Estamos celebrando algo?- pregunta Danielle, mientras coge un cuchillo para remarcar las líneas de las porciones, que nunca llegan a estar cortadas del todo.
– ¡Sí, mis peces!- dice Blanche, totalmente convencida de que así es.
Jacques se encoge de hombros. Si había otro motivo, dejó que por el momento Blanche se saliese con la suya.
III

La noche ha caído y las farolas están ya encendidas cuando Edmund regresa a casa. Se siente confuso, y le duele la cabeza. Mucho. Es difícil no caer en la tentación de creer que puede funcionar, o mucho más complicado; no creer que puede intentarlo de nuevo.
« ¿Y si vuelvo a llamarla? Tal vez aún tenga solución. Pero… No, no debo hacerlo»
Enciende la luz del pasillo, y gira la llave, que da media vuelta antes de abrirse. Pero la casa está a oscuras, no parece que haya nadie dentro.
– ¿Hola?- pregunta más que saluda, recordando casi con seguridad que él había cerrado con llave la puerta antes de irse.
Pero nadie responde, ni siquiera Étoile sale en su búsqueda.
Se encoge de hombros, y se dirige directamente a su cuarto, despojándose del abrigo por el camino. El frío ha llegado con la noche, y la lluvia ha agarrotado la mayor parte de su cuerpo. Está cansado, tanto física como psicológicamente.
Enciende la luz, y en aquel instante está tan ocupado dándole vueltas a la ruptura con Marine que saluda con naturalidad a la mujer que hay en su cama. Como si eso fuera normal. Como si la conociese de algo.
La joven, una muchacha castaña de ojos verdes, se estira y se sienta en la cama. Devuelve el saludo, mientras el edredón resbala por su cuerpo, dejando a la vista su ropa interior de encaje.
– ¿Pero…?
Edmund acababa de cobrar consciencia de lo que está sucediendo. Ella ríe, divertida por la cara de sorpresa que ha conseguido dibujar en el rostro del muchacho.
– ¿Quién eres?- pregunta. Nunca la había visto antes.
– Mi nombre es Lucille, he venido con Colin…- explica ella, mordiéndose el labio.
– Ah- responde él. Aún está demasiado desconcertado como para comprender nada.
Ella vuelve a sonreír, saliendo de la cama y sentándose al borde. Sus únicas prendas; un sujetador y unas braguitas negras.
– ¿Y dónde está él?- pregunta Edmund, omitiendo la pregunta que realmente desea hacer:
« ¿Qué demonios haces en mi cama?»
– Está con mi amiga, Itzel- responde ella, como si con aquella frase lo explicase todo, incluso por qué estaba en ropa interior dentro de la cama del muchacho. Juega haciendo círculos en la cama con el dedo, mientras mira a Edmund bajo las pestañas— ¡Oye! Colin tenía razón…
Ríe. Edmund la mira a los ojos, que aunque le habían parecido verdes al principio son de un color pardo aceitunado. No puede evitar que se le vaya la vista en un par de ocasiones. La joven si se da cuenta no hace ningún intento de cubrirse.
– ¿En qué?
Ella le estudia con la mirada varias veces, para finalmente responder.
– No importa. Dejémoslo en que tiene razón.
Se levanta, y no es muy difícil que Edmund imagine sus intenciones.
«Una desconocida recién salida de mi cama en ropa interior intenta seducirme. Esto es surrealista», piensa, y ella se acerca, con una sonrisa de oreja a oreja iluminando su rostro.
– Tu cama es muy cómoda, aunque solo la haya usado para dormir…
Solamente le faltaba añadir el «aún». Quería utilizar aquella cama para algo más que para dormir. Él la observa, preguntándose qué debe hacer.
« Si le permitiera acercarse un poco más… Quizás… ¿Si lo hiciera sería como si no hubiese mentido a Marine?»
Edmund odiaba las mentiras.
« Pero qué estás diciendo», se contesta, aún a tiempo.
Da un paso hacia atrás, y Lucille se detiene.
– Entiendo. No te gusto, ¿Verdad?
Ahora llega el turno de que Edmund la estudie con la mirada.
« ¿Qué haces?», se pregunta, apartando la mirada. Ella es muy atractiva. Demasiado, tal vez.
– Ése no es el problema.
– ¿Entonces?
– Entonces nada.
Ella se muerde el labio, y después se encoge de hombros.
– Bueno… ¿Podemos charlar un rato mientras tu amigo acaba con mi amiga?- pregunta, sentándose de nuevo en la cama. Aún rendida, su mirada continua siendo intensa. O eso piensa él, ella no se ha dado por vencida. Ni mucho menos.
Edmund se ruboriza inconscientemente. Que se hubiese negado a que aquello llegase más lejos no significaba que tuviese el suficiente autocontrol como para estar sentado en su cama, simplemente hablando con una joven hermosa en paños menores.
– Mi pijama está debajo de la almohada. Ya que has dormido en mi cama, ¿Por qué no te lo pones?- pregunta, tratando de disimular su nerviosismo.
Hace bien en ocultarlo, pues ella busca cualquier brecha a través de la cual llegar hasta él.
– Bueno, la verdad es que… Sí, por qué no.
Saca el pijama sensualmente, poniéndose a cuatro patas para rebuscar debajo de la almohada. Edmund mira hacia otro lado, y piensa.
«Colin, definitivamente vas a morir»
– ¡Le tengo!- exclama Lucille, y se lo pone lentamente, como si cada uno de sus movimientos estuviera premeditado, y tuviese como objetivo hacer cambiar de opinión al joven.
Edmund respira hondo, mirando hacia otro lado a pesar de que sus ojos decían:
« Alégrate la vista, hombre. Mirar es gratis» Pero claro, que iban a decir ellos, que no tenían ningún motivo para estar de acuerdo con la razón.
– Ya está, puedes volver a mirar- dice ella, ¡Como si Edmund hubiera dejado de mirarla para darle intimidad! Lo que necesitaba era calmar aquella parte de él que no era racional, aquella parte que se encontraba bastantes centímetros más abajo que su cabeza.
«Venga, ya está», se dice, pero bajo el pijama aún sigue imaginando aquel sutil sujetador negro que oculta unos pechos redondos y bien formados.
– ¿Piensas quedarte ahí parado?- pregunta ella, acomodándose en la cama. Actúa como si aquel fuera su cuarto en vez del de él. Cómo si él fuese el invitado.
– No, claro que no- asegura él una vez estuvo seguro de que sería capaz de controlar sus instintos.
«Tan sólo es una conversación»
Se tumba a su lado, y la observa con desconfianza. Es incapaz de fiarse de una mujer que sin conocerle en absoluto aparece en su cama en ropa interior.
– ¿Quieres saber en qué tenía razón Colin?
– Vale- responde él, aunque temía la respuesta.
– Me dijo que no me arrepentiría de venir, que tú eras muy guapo- sonríe, pasando la lengua por su labio inferior.
Piensa:
« Con un poco de suerte me estará arrancando su pijama a mordiscos en pocos momentos»
Pero no es aquello precisamente lo que está planeando Edmund en aquel instante. Planea en como matar a Colin de la manera más dolorosa y lenta posible.
– Vaya, gracias- responde él. Lucille agarra uno de los mechones castaños de su pelo completamente liso, y después dice:
– No era para hacerte un cumplido, simplemente decía la verdad.
Está buscando la manera de conseguir que él reaccione. Edmund en cambio está tratando de dejar su mente en blanco. Encuentra una manera de hacerlo.
– Hoy lo he dejado con mi novia.
Lucille se alza sobre un brazo, observándolo desde más alto.
– ¿Ah sí? Entonces estás soltero- sonríe. No se da por vencida.
– No es tan fácil- contesta Edmund, viendo que ella ha encontrado su propio camino para poner la conversación a su favor.
– ¿Ah, no? ¿Por qué?
– Yo la quería.
– Pero ya no estás con ella. Un clavo saca otro clavo.
– No creo en ese dicho.
– ¿Por qué no?
Edmund comienza a cansarse. Demasiada insistencia. En realidad, que se estuviese dando aquella situación no tenía ningún sentido.
– Porque no.
– Bueno…- tan sólo se da temporalmente por vencida— ¿Hay ya otra chica?
– No.
– Yo sería solo un lío de una noche. No quiero nada serio contigo.
Se le acaba la paciencia.
– Ya, pero para eso deberíamos querer los dos. No es el caso, lo siento.
– Oh.
Ella aprieta los labios, en parte frustrada, en parte sorprendida. Parece que no va a lograr salirse con la suya. Se hace un silencio tenso, que ella misma rompe segundos después.
– Bueno, no importa. ¿Qué tal si hablamos de otra cosa?
Su dignidad está gravemente dañada, pero no iba a permitir que él lo supiese. Es demasiado orgullosa para eso.
– ¿De qué?- pregunta él, suponiendo que el próximo tema que ella propondría sería “el kamasutra”, o “las películas X”.
– ¿Trabajas?
– Sí, soy bibliotecario. Estudio física también.
– Eso suena muy bien- dice ella, sonriendo de nuevo.
Se recupera rápido. Ya que no podía convencerle, ha decidido tomar otro camino un poquito más largo.
– ¿Y tú?- pregunta él.
– Ahora trabajo como modelo en una revista de ropa interior, aunque sólo es algo temporal. Ahora que lo digo, este conjunto…- hace un ademán de levantarse la camiseta del pijama, pero Edmund la detiene.
– Creo que ya lo he visto lo suficiente.
Ella sonríe. Piensa que si se ha fijado en su ropa interior tal vez tiene más posibilidades de lo que ha conjeturado así a priori. Desde luego no es pesimista, eso es evidente.
– Vale. En realidad, quiero estudiar periodismo.
– Interesante.
« Sí todo lo aborda con ese ahínco, se le dará bien», piensa él.
– Tú también eres muy interesante- sonríe, y se deja caer de nuevo en la cama, más cerca de él— ¿Quieres saber qué he soñado antes de que llegaras?
Edmund no quiere saberlo. Debería estar durmiendo en aquel instante, y sin embargo está conversando con una mujer que no le interesa. Bueno, tal vez una pelín.
– No me fio de tus sueños- responde, y ella se echa a reír. Aquella risa tiene algo de seductora. En verdad, todo en ella es tentador. Es como una viuda negra, pretende comérsele con patatas.
Pero ella no sabía que llegaba la salvación de Edmund, bastantes minutos más tarde de lo que debía haber llegado.
– ¿Lucille?- la voz de su amiga, la tal Itzel, se escucha al otro lado de la puerta cerrada.
– Puedes pasar- dice ella, otra vez actuando como anfitriona.
Edmund se levanta de un salto, antes de que la muchacha abra la puerta. No quiere dar lugar a confusiones de ningún tipo.
Abre la puerta una joven de cabellos oscuros y cortos, envuelta en un vestido de color azul celeste. Sus ojos son del mismo color, y los labios son rosados, como un caramelo de frambuesa.
– ¿Tú eres Edmund?- sonríe, y el joven teme que Itzel fuese igual que su amiga. Dos leonas unidas para comerse a un pobre corderillo.
– Sí, ¿Itzel?
No sabe si debía decir que Colin le había hablado mucho de ella. En realidad, hasta aquella misma tarde no la había mencionado.
– Sí, soy yo. Encantada- se acerca y le da dos besos en las mejillas— Colin me ha hablado mucho de ti.
Finalmente es ella quién se le había adelantado. Itzel mira por primera vez a su amiga, y con los ojos muy abiertos dice:
– Eh, ¿Estás en pijama?
– Sí, creo- contesta Lucille, poniendo los ojos en blanco. ¿No era obvio?
– Vístete. Nos vamos.
Edmund la mira durante unos instantes, agradecido. No es que menospreciara su capacidad de autocontrol, pero habían sido demasiadas emociones para un solo día. Y teniendo en cuenta, que al fin y al cabo, es un hombre y tiene sus necesidades, no podría aguantar mucho más aquella situación. Sobre todo, porque no la despreciaba porque no le atrajera. Sino porque no era lo que él deseaba. ¿Un rollo de una noche? Si algo ha aprendido en sus 26 años de vida, es que el amor es más importante que el sexo. Pero una parte de él… Una parte situada entre los muslos, no opinaba lo mismo. Y ésa porción podía ser muy persuasiva.
Ellas salen por la puerta, y Edmund suspira aliviado, cerrando tras de sí. No entiende por qué debe estar tan agobiado, pero lo está. Acaba de ser por primera vez, un hombre-objeto.
– ¿Colin?- le busca en el comedor, en la cocina, y al fin escucha el agua de la ducha correr.
Étoile, dormida tras las cortinas de la cocina maúlla, y decide unirse a él, mientras él grita.
– ¡Colin!
El muchacho, al otro lado, lo escucha y responde:
– ¿Cuándo has llegado, Edmund? ¿Has llegado a conocer a mi nueva chica… y a su amiga?
– ¿Qué si las he conocido? Me he encontrado a una mujer en bragas en mi cama. ¿Te parece ése suficiente conocimiento?
– ¿Qué? No te oigo. Cuando salga hablamos- dice Colin, mientras alarga aquella plácida ducha después de una tarde placentera. Muy placentera. Más que muchas otras.
«Sí, porque me vas a oír, de eso puedes estar seguro», piensa Edmund, yendo hacia el comedor, y sentándose en el sofá. Étoile le sigue, con la cola levantada, como si a ella también la hubiesen agraviado. – Bueno, ¿Entonces qué decías?- pregunta Colin, apareciendo en el salón con una toalla atada a la cintura, revolviéndose con una mano el cabello rubio y lacio, quizás un poco largo de más.
– Que la próxima vez que te traigas a una chica a casa, dejes a su amiga fuera.
Colin abre mucho los ojos, desconcertado por la acritud con la que habla su amigo.
– ¿Por qué? ¿Ha pasado algo?
Su cara, ligeramente angulosa pero proporcionada, y sus ojos, oscuros y penetrantes, muestran un leve destello de preocupación. No es lo que se dice «guapísimo», pero hay algo en él, algo indescriptible que lo hace atractivo.
– Me la he encontrado en mi cama casi desnuda. ¿Te parece poco?
Colin suelta una carcajada.
– ¡Vaya con la amiguita!- sonríe, atento a algún pensamiento que solo él conocía— ¡Qué suerte tienes, cabrón!
– ¿Suerte? ¿Me ves a mí con cara de darte las gracias?- frunce el ceño.
– La verdad es que no, tienes una cara de amargado total. Tío, relájate un poquito.
– ¿Qué me relaje? He cortado con Marine definitivamente, y lo primero que me encuentro al llegar a casa es una tía en mi cama. ¿Te parece normal?
Colin sonríe bobamente, seguramente pensando que a él no le importaría en absoluto encontrarse a una mujer en su cama cada vez que llegara a casa.
Pero no dice nada de eso, simplemente se limita a preguntar:
– ¿De veras cortaste con Marine? ¿Para siempre?
– Sí- responde Edmund, haciendo una mueca de dolor. Aún había una parte de él que no se había hecho del todo a la idea.
– ¿Tú o ella?
– ¿Cómo dices?
– ¿Quién cortó?
– Yo.
Colin agita la cabeza. No entra en su comprensión que Edmund esté triste por algo que él mismo ha querido terminar.
– ¿Pues sabes qué? Me alegro. Nunca le caí bien, me ha odiado desde siempre por dejar los calcetines tirados por toda la casa. ¿Te parece a ti eso algo tan horrible?
Edmund casi sonríe. Colin es sin lugar a dudas un completo desastre.
– Bueno. La próxima vez que vayas a traer a alguien, avísame.
Colin asiente con la cabeza.
– ¿Entonces no te ha gustado la amiga de Itzel? No la habrás mirado bien, era un bombón.
– Ya, un bombón envenenado- asegura Edmund, recordando cómo había intentado hacerle caer de todas las formas posibles.
– No ha podido ser para tanto. Eres un exagerado.
En esta ocasión, Edmund hace una mueca, una mueca que se quería asemejar a una sonrisa.
– Cuando encuentres una mujer desconocida en tu cama, desesperada por hacerte el amor, me cuentas.
Y Colin alza los ojos hacia el techo.
«El paraíso. Sexo sin preocupaciones, sin complicaciones, con una hermosa mujer. ¿Cuál es el problema?», piensa. Si algún día le sucedía aquello a él, sería un precioso regalo. Se echa a reír ante tal pensamiento.
– Anda vamos a cenar. Las mujeres siempre me abren el apetito- dice Colin, quitándose la toalla, y caminando por el pasillo con la toalla colgada de los hombros. A parte de ser un hombre que pierde los calcetines en cualquier sitio, es un exhibicionista. Y no tiene ningún complejo.

IV
Blanche se ha ido a la cama, por fin Jacques y Danielle pueden conversar sin problemas, sin que Blanche desee a cada momento captar la atención de Jacques. Y sobre todo, el joven puede contarle a su mejor
amiga qué estaban «celebrando» exactamente.
– ¿Y bien?- pregunta Danielle observando cómo Jacques mira fijamente a la televisión apagada.
– Eloise se ha ido.
Danielle se echa hacia delante, observando cada uno de los rasgos del joven. Aquello no es una buena noticia, no es algo que celebrar.
– ¿Qué ha pasado?
– ¿Recuerdas que te dije que había recibido una propuesta de trabajo para ir a Londres?
Asiente. Aquella propuesta de la que Jacques no debería saber nada, aquella de la que Eloise nunca le había hablado.
– Pues la ha aceptado. Se ha marchado.
– ¿Así, sin más?
Jacques agita la cabeza en negación, rebuscando en su bolsillo. Al fin lo encuentra.
– No, me ha dejado esto.
Saca una nota, medio folio muy manoseado, leído una y otra vez por un muchacho desorientado, enamorado. Sorprendido de la peor manera, con el corazón roto.
Ella coge el papel, insegura. No sabe si él quiere que lo lea o no. Pero le da permiso con una mirada.
«Jay, yo… Vaya, no sé cómo decir esto, pero… ¡Me voy a Londres! Tal vez todo esto sea muy repentino, ¿Te lo esperabas? Imagino que no. Lo he pasado muy bien contigo, eres un encanto. Espero que todo te vaya bien, un beso. Eloise»
Danielle lo lee, y no da crédito.
– ¿Cómo puede ser?
Eloise, la mujer que le gritaba cuando llegaba tarde a casa, la mujer que ha sentido celos de Danielle por un simple abrazo, la que le ha controlado la vida… Y se va así, lo he pasado muy bien, adiós. El mundo está loco.
Jacques se muerde los labios por dentro. Está dolido, desconcertado, perdido. Sabía que existía aquella propuesta de trabajo, lo había descubierto bastante tiempo atrás. Pero en ningún momento había pensado que ella iba a abandonarle, que ella se marcharía así de su vida. Sin ni siquiera preguntarle si quería acompañarla.
– Anda, ven aquí.
Danielle le atrae hasta sus brazos, y le abraza cuidadosamente. Escucha como él respira profundamente, sabe que intenta por todos los medios no llorar. Igual que cuando eran niños.
– I will never let you fall, I’ll stand up with you forever…- canta ella.
Su canción, la canción que cantan siempre que algo estaba mal.
– I’ll be there for you through it all, even if saving you sends me to heaven- sigue él, con voz ronca. Riendo, llorando. Todo a la vez.
– Un momento- dice ella, abrazada aún a él— ¡Esto no es una celebración!
La voz de Jacques sale tenue, profusa.
– No. No es una celebración.
Y siguen cantando. Supongo que cada uno supera los problemas de una forma. ¿Por qué no soltando un par de gallos al aire?
Blanche les escucha desde su habitación, y sonríe. No será difícil coger el sueño aquella noche.

V

Suena el teléfono. Eran las 23:15. A aquella hora, ¿Quién podía ser?
– Debe de ser tu madre, hoy no te había llamado aún- dice Colin, apoyando aún más los pies en la silla— Para mí no es, eso seguro.
Se niega a levantar su precioso culo del asiento.
– Vale, vale. Ya voy yo.
Edmund se levanta, y camina estirándose hasta el auricular.
– ¿Diga?
– Hola cielo. ¿Cómo te ha ido el día?
Aquella voz, la voz de la mujer que le había traído al mundo.
– Hola, mamá. Estoy bien. ¿Tú qué tal?
Está medio dormido, únicamente desea colgar.
– Bien. Tu padre sigue tan gruñón como siempre. La jubilación no le sienta bien.
Él medio sonríe. Su padre ya era gruñón cuando trabajaba. En realidad, no había cambiado.
– Mamá…
– Está bien- dice ella— mañana hablamos.
Le lanza un beso al auricular, y dice todo aquel repertorio de cosas que suelen decir las madres. Edmund suelta un repertorio de síes en respuesta, y después cuelga.
– Tenías razón, era mi madre. Acaba de verla tú, yo me voy a dormir.
Deja a Colin en el sofá viendo una película que ya está a medias, y se mete en la cama. Étoile le observa desde la oscuridad, pero él ni lo ve, ni le importa. Está machacado.
El teléfono vuelve a sonar cuando Edmund ya está en el séptimo sueño. Si alguna parte de él lo oye, decide no despertarse. Colin tuvo que levantase aquella vez.
– ¿Sí?
– Soy Marine, ¿Puedes pasarme con Edmund?- añade un «por favor» de última hora a la frase antes de que Colin conteste.
– Está dormido.
Marine arruga los morros al otro lado de la línea.
– Ya, claro. Dormido. Lo que pasa es que no se quiere poner.
Colin finge golpearse con el auricular, fastidiado. No soporta a aquella chica.
– No, de verdad, Marine. Se ha ido a la cama- intenta ser amable.
– Está bien. Dile de mi parte que en mi vida también hay otro. Y que me reafirmo, no quiero saber nada más de él.
El joven alza las cejas, prácticamente seguro de que mañana se le «olvidará» contarle aquello a Edmund. Marine está siendo patética.
– Vale, ¿Algo más?
Esperaba que ella contestase que no, y se acabase la conversación.
– Sí, ¿Tú sabes quién es ella?
– ¿Quién?
– Vamos, no te hagas el tonto. La chica con la que Edmund me engañaba.
Colin abre los ojos, sorprendido. Edmund no le había contado esa parte.
– No lo sé.
Se está preguntando si era una mentira de Edmund, o era verdad. Él no le ha visto con ninguna otra mujer que no fuese Marine. Desgraciadamente, a su parecer.
– Sí lo sabes- grita ella, al borde de un ataque de celos. Ella no ha estado con otra persona, pero necesita hacer daño. Necesita devolver el golpe. No es consciente de que no tenía ningún sentido. Está siendo irracional.
– Marine, tranquilízate. No sé de qué me estás hablando. Si vuelves a chillar, te cuelgo. Yo no soy Edmund.
Definitivamente le cae mal, fatal. Ella respira hondo al otro lado.
– Bueno, solo dile eso a Edmund, ¿Quieres?
– Sí, lo haré. Adiós- está mintiendo, no tiene ninguna intención de hacerlo.
Cuelga el teléfono, y se tira de nuevo al sofá.
«Me das lástima, Marine», piensa mientras da al «play» y sigue viendo la película.



Capítulo 3: Ellos

El maldito despertador suena a las seis y media, como todos los días. Jacques se agita en la cama, refunfuñando, y Danielle estira la mano para apagarlo, palpando cuidadosamente todos los objetos de la mesilla.
– Ya está, ya está- dice ella, mientras él continua soltando una retahíla de insultos acerca del tiempo, de la madre que lo ha parido, y del inventor de los relojes.
Danielle le abraza desde detrás, y afirma.
– Tenemos aún media hora más para dormir.
Y él se calla. No les cuesta demasiado volver a dormirse, ni siquiera son conscientes de que Blanche también se ha despertado, y se hace un hueco en su cama. No es hasta media hora más tarde que vuelve a sonar el despertador.
– ¿Qué hora es?- pregunta Jacques, bostezando. Ésta vez está un poco más despierto.
– Son las siete- dice una vocecilla detrás de él, y se sobresalta.
Aún no se había dado cuenta de que Blanche se ha tumbado a su lado.
– ¡Blanquita!, que susto me has dado.
Ella ríe, expandiéndose en la cama. Radiante.
– Buenos días.
Danielle aún no ha escuchado el despertador por segunda vez.
– Sh…-acalla Jacques a Blanche, señalando a su hermana— vamos a desayunar.
Apaga el despertador definitivamente, y acompaña a la pequeña hasta la cocina, cerrando la puerta para que Danielle no se despierte.
– Hoy no trabaja, ¿Verdad?- pregunta Jacques.
– No- responde ella, bostezando como un leoncito recién despertado. Sus cabellos de un color rubio oscuro están abombados y tal vez se asemejan en algo a la melena de un león.
– ¿Viene a buscarte Mathias Legrange?
– Sí.
Mathias es el padre de Nicolette Legrange, una de las mejores amigas de Blanche.
– Genial. ¿A qué hora viene?
– A las siete y media. Entramos a las ocho.
Mientras hablan, Blanche se preparaba el colacao, y se come un croissant vorazmente. Está feliz de que Jacques le esté dedicando su atención a ella, sólo a ella.
– Venga, ve a vestirte. ¡Vas a llegar tarde!- Blanche sale corriendo, y Jacques sonríe. Le recuerda un poco a Danielle cuando era pequeña, a pesar de que ambas son muy distintas. Remueve el café, y le da un sorbo.
« Puaj… Odio el café por la mañana», piensa, y se bebe de un trago todo lo que le quedaba.
– Ya estoy- Blanche aparece peinada, vestida, y con la mochila al hombro. Está lista, y en un tiempo récord.
– ¿Quieres que te acompañe?- pregunta él, dubitativo.
Blanche le mira durante un instante, pensando en lo divertido que sería que le despidiese con la mano mientras ella se iba en el coche con Nico. Pero finalmente dice:
– No, me las apaño sola.
Se pone de puntillas, esperando un beso de despedida. Jacques la complace, y antes de salir por la puerta pide:
– Cuando se despierte Danielle, dile que hoy venga a buscarme. No tiene excusa para no hacerlo. ¡Ah, y que le dé de comer a los peces!
Después se dirige hacia el ascensor pegando saltos. Alegre, feliz, sin preocupaciones. Como la niña que aún es.
Jacques cierra la puerta, y bosteza. Aún está adormilado, y él no entra en la pastelería hasta las once. Regresa a la cama, y se tumba abrazando a Danielle, que se ha encogido, recogiendo las piernas con sus brazos.
Ella se estira al percibir que había recuperado el calor del cuerpo de Jacques a su lado. Y extrañamente, sonríe.

II

Martes, 7:35.
Edmund está en el metro, espera a que llegue su parada. Está inquieto. Mira a ambos lados, cómo si esperase algo. Está menos dormido que de costumbre, y tal vez busca a la chica de ayer, o tal vez no. Tan sólo sabe que acaba de llegar a Tolbiac, donde no se sube nadie. Ni una sola persona.

Martes, 14:00.
Edmund sale de la biblioteca. Camina por la calle aburrido, cansado. Harto de estar todos los días igual, de la rutina, de aquella mano invisible que mueve el mundo obligándole a repetir el ciclo una y otra vez. Además está ella… Marine. Se niega a salir de sus pensamientos.
¿Ha hecho lo correcto? ¿Está siendo sincero consigo mismo? Una parte de él dice que sí. La otra parte… La otra parte no puede decir nada. No sabe nada.
– Eh, eh. ¡Espera!- una chica corre hacia él, con algo en la mano.
Edmund se gira.
– ¿Qué pasa?- pregunta alarmado.
– Se te ha caído esto.
Ella le tiende un sobre blanco, jadeando por la carrera. Edmund responde:
– Lo siento, no es mío.
Observa la mano de la muchacha durante unos segundos, indeciso. ¿Qué debe hacer ahora, darse la vuelta y seguir andando?
– No, de veras. Es tuyo, he visto como se te caía.
Ella parece muy segura de lo que dice. Él alarga la mano, y agarra el sobre.
– Bueno, pues gracias- se encoge de hombros, mirando el sobre por ambos lados. Sigue pensando que no le pertenece, y quizás así es.
– De nada- ella sonríe, aún resoplando. Es una muchacha bajita y joven, con gafas cuadradas y cabello largo y pelirrojo.
Ahora sí, Edmund continúa andando. Mira el sobre por ambos lados, antes de decidirse a abrirlo.
« ¿De verdad se me ha caído esto?», piensa.
Pero la intriga puede con él, lo abre. Lo único que hay dentro del sobre es un folio con un corazón dibujado en el centro. Lo vuelve a guardar, completamente seguro de que aquella muchacha le ha tomado el pelo. Pero puede que no lo haya hecho.

Martes, 10:30.
Las cosquillas comienzan por la nariz y ascienden hasta los ojos y las cejas, rozando la piel de Danielle con suavidad. Despertándola cuidadosamente.
– Cinco minutitos más- pide ella, girándose completamente en la cama. Arruga los labios y el ceño, y se rasca el entrecejo. Jacques se echa a reír, y ella abre un ojo ligeramente.
– ¡Dios mío!- exclama. Acaba de ver la hora que es.
– Buenos días, bella durmiente- Jacques estira los brazos. Ha elegido precisamente aquella frase, aunque ni él es un príncipe, ni ella una princesa de cuento. No necesitan serlo.
Ella ignora el comentario, y dice:
– Blanche va a llegar tardísimo, ¡Qué horror, nos hemos dormido!
Él agita la cabeza negativamente.
– Lleva dos horas en el cole- dice Jacques encogiéndose de hombros, y volviéndose a tumbar.
– ¿Ah, sí?
Danielle se relaja, y mientras bosteza, pregunta.
– ¿Qué tal estás?
Él tarda unos segundos en responder, probablemente tratando de analizar cómo se siente exactamente.
– Bien. Creo que estoy mejor.
Sonríe, probando sus labios; la cosa va bien, no es una sonrisa forzada. Ladea la cabeza, ella le devuelve la sonrisa. Vuelve a mirar el reloj, y gruñe.
– Oh, ¿De verdad te tienes que ir ya?
Jacques asiente. En verdad, ya llega tarde. Pero se siente tan a gusto… Mucho mejor de lo que se sentirá cuando salga a la calle y regrese a la realidad.
Martes, 14:30.
– Vamos, vamos- insiste Blanche, tirando de la mano de su hermana, con urgencia. La ha arrastrado por toda el camino, vienen del colegio, y Blanche está hambrienta— me comería un mamut, pero están extinguidos.
Es una de las frases más usadas de su amigo Alexander Lauvergne, un niño de pequeña estatura y gordito, uno de sus inseparables.
– Frena- pide Danielle, parando en seco— voy a coger el correo.
Ha tenido un presentimiento.
– ¿Pero qué dices? ¿Por qué?
Blanche hace una mueca. Después se encoge de hombros, suelta la mano de su hermana, y corre hacia el interior, esquivando una esquina en el último momento.
– Yo voy llamando al ascensor, ¡Date prisa!
Danielle abre el buzón, y separa todas las facturas de un sobre en blanco. Sin saber por qué ha buscado directamente aquel. Como si supiera que estaba allí. Aunque los presentimientos son así, vienen y no te explican un por qué.
Lo mira por ambos lados, buscando alguna seña, pero no hay nada. Lo abre. En el interior, hay un folio de papel reciclado con dos corazones dibujados, uno al lado del otro.
– ¿Qué…?- se pregunta durante un instante, después obtiene su respuesta.
– ¡Danielle! ¿Vienes o qué?
Ella sonríe, guardando la hoja de nuevo y metiendo los bordes hacia dentro. Llega a la puerta del ascensor, donde su hermana la espera con cara de fastidio.
– ¿Qué? ¿Muchas facturas?
– ¡Tengo algo para ti!
Le agita el sobre ante sus ojos, divertida.
– ¿Qué es eso?- pregunta Blanche.
Danielle no puede aguantar más, y exclama:
– ¡Tienes un admirador secreto!
Y corre escaleras arriba, con el sobre en la mano. El ascensor queda abandonado, Blanche no duda ni un instante en perseguirla. Y la alcanza; la juventud da la velocidad.

III
Ya es tarde. No demasiado tarde, pero los últimos rayos del sol aguados por la lluvia comienzan a desaparecer por el horizonte, un horizonte cubierto de edificios, farolas, monumentos. París. París anochece en todo su esplendor. Las luces de las farolas se encienden, las calles quedan alumbradas por una luz tenue y blanquecina. Tenebrosa y romántica a la vez.
Edmund pasea. No puede volver a casa, aún no. Colin vuelve a estar con Itzel, y probablemente Lucille esté allí. A la espera, como una tigresa, agazapada bajo la hierba. Colin había cumplido su promesa, le había avisado. Y volvería a hacerlo cuando ella, o ellas, se marcharan.
« Echado de mi propia casa», piensa, aunque no es del todo así. Ha sido Edmund el que ha huido, el que no quería estar allí cuando llegasen ellas.
Su pensamiento queda ahogado por un recuerdo, una imagen dolorosa. Se repite una y otra vez, torturándole.
« Edmund, no quiero volver a verte nunca más» Ella grita, su voz apagada por una nube de lágrimas, y corre, deseando que así sea. Que sus palabras sean ciertas y nunca jamás vuelva a verlo.
« Estúpido, es lo mejor», contraataca una parte de su mente, cansada de tanto dramatismo. La vida continúa.
Una niña pasa a su lado, rápida, su cabello rubio oscuro ondeando al viento. El se aparta de un salto, temeroso de que le atropelle con los patines, pero ni siquiera la presta atención. Sí levanta la cabeza sin embargo cuando otra joven, también en patines, se cruza con él segundos después. Los ojos de Edmund se unen a los ojos verdes de la patinadora. Unos ojos profundos, enmarcados por unas pestañas largas y oscuras. La reconoce. Su corazón rompe a latir con fuerza, y piensa:
«Es ella, ¡La chica del metro!»
Pero ella ya ha pasado patinando tras de Blanche, que le lleva al menos cuatro metros de distancia. Encontrarse allí, ésta vez sí, había sido una casualidad.
Edmund se gira, preguntándose:
« ¿De verdad es ella?»
No está seguro, no se fía de sí mismo. Podía ser su mente, que le juega malas pasadas. Introduce la mano en el bolsillo, buscando el sobre blanco. Pero allí ya no hay nada.

IV
– Espera, Blanche, espera- jadea Danielle, rodando aún sus patines. No puede con su alma.

– ¿Qué pasa?- dice su hermana, dando una vuelta completa con los patines, sin perder el equilibrio en ningún momento— ¿Ya estás cansada? ¡Eres una flojucha!
Danielle sonríe.
– Claro, ya estoy mayor- dice, tambaleándose hasta un banco con pasos vacilantes. Respira hondo.
– Vale, nos vamos ya a casa- acepta Blanche, haciendo un último sprint hasta el banco, y sentándose con total elegancia. Los patines son como una prolongación de sus piernas. Se ponen las deportivas y guardan los patines en la mochila.
– ¿Una carrerita hasta casa?- pregunta Blanche.
Danielle niega con la cabeza, pero después cambia de idea.
– ¡Tonto el último!- exclama, y echa a correr.
Blanche refunfuña unos segundos, después ríe a carcajadas. Danielle ha mirado hacia atrás para comprobar si la seguía, con tan mala suerte que ha chocado contra una farola. Blanche aprovecha para adelantarla, y Danielle se restriega la frente con la mano mientras intenta recuperar su posición. Imposible. Blanche es más rápida.
– Gané. ¡Tonta!
Danielle se agarra la mano a los costados, y respira hondo. Asiente con la cabeza, y Blanche se apunta un tanto en su lista mental. En aquel inventario lleno de derrotas, y algunas victorias que es la vida.
«Lo has conseguido», se dice Danielle. Ni siquiera ella está segura de a que se refiere exactamente.

Ya es más miércoles que martes, son las cuatro y cuarto de la mañana. Danielle se levanta, sobresaltada. Ha tenido un sueño extraño, pero no exactamente una pesadilla. No es de esos sueños que aterran al que los «vive», sólo es uno de esos que te desconciertan, y despiertas empapado en sudor, con la mente muy despierta. Sólo que Danielle no es capaz de recordar lo que soñaba. Únicamente sabe a ciencia cierta que no logrará volverse a dormir. Después de quince minutos intentando recordar de qué iba su sueño se mete en la ducha, y bosteza. Ha dormido fatal, hay algo que se le ha escapado y que la intranquiliza. Algo que ha olvidado, si es que alguna vez lo ha sabido.
– ¿Danielle?- dice la voz adormilada de Blanche al otro lado de la puerta. No habla muy alto, pero Danielle la oye claramente.
– Blanche, soy yo. Vuelve a la cama.
La muchacha bosteza, con los ojos semicerrados. Mastica un chicle imaginario, y se dirige inconscientemente a la cama de su hermana. Está más dormida que despierta.
El tiempo pasa. Danielle ha regresado a la cama, y se ha tumbado al lado de Blanche. Parece que va a lograr dormirse cuando suena aquel ladrón de sueños inacabados.
Blanche se cubre la cabeza con la almohada y continúa durmiendo, apaciblemente. Sin nada que pueda quitarle el sueño.
Danielle se levanta, deseando tirar el despertador por la ventana. Tal vez algún día lo haga. Busca el móvil, con la mandíbula desencajada en un bostezo y los ojos hinchados por el insomnio. Tiene un aspecto bastante deplorable.
Se mira al espejo, y suspira.
– Genial, eso soy yo.
Pero se encoge de hombros, y decide que aquel día sí hace falta. Se echará una buena capa de maquillaje para ocultar su aspecto somnoliento, aunque desgraciadamente, no será muy efectivo. Así es la vida, el maquillaje no hace milagros.
Teclea en el móvil un mensaje para Jacques, sin mirar mucho en qué es lo que escribe.
« ¡Hola! Que tengas un buen día. Ayer no supe nada de ti, espero que estés bien. Quiero tener noticias tuyas. Llámame luego, o lo haré yo.»
Después desayuna, Blanche hace acto de presencia cuando Danielle ya se está vistiendo.
– Jolín, no quiero levantarme hoy- remolonea, dando vueltas en la cama.
No hay discusión posible en ese tema, tiene que levantarse.
– Saluda a Mathias de mi parte, nos salva la vida cada mañana.
Blanche refunfuña, ocultando la boca bajo la almohada. Danielle entra en el juego.
– ¿Qué estás murmurando?
– ¿Sí o no?
– Sí o no, ¿Qué?
– A lo que he dicho- dice Blanche, sonriendo ampliamente. Aún es una sonrisa soñolienta.
– No.
– ¿Es esa tu respuesta final?
Danielle asiente. Ante lo desconocido, mejor una negación que un asentimiento.
– Vaya, ¡Qué pena!- dice Blanche, poniéndose en pie y caminando hacia el baño. Se pisa los bordes del pantalón del pijama, que le queda muy pero que muy largo.
– Suéltalo.
Danielle conoce lo suficiente a su hermana como para saber que no es capaz de marcharse sin decir lo que está pensando. Le pueden las ganas de hacer partícipe al mundo de su genialidad.
– Está bien, pero sólo por ser tú- se gira de un brinco, retorciendo el pantalón bajo sus pies— Te has negado a dejarme dormir un poco más, lo que conlleva a que no le dé al señor Legrange las gracias, y además, te has comprometido a comprarme más peces.
Danielle agita la cabeza.
– Ni hablar. En primer lugar, le darás las gracias al señor Legrange. En segundo lugar, ve a alimentar a los que ya tienes, si es que quieres que sobrevivan a mañana.
Blanche coloca sus manitas en las caderas, hincha las mejillas y suelta el aire de una sola vez.
– Bueno, pero… Pero…- no se le ocurre nada que decir, y enfila indignada hacia el comedor. Al llegar allí, lo olvida todo, Wanda persigue su dedo en bienvenida.
– Venga, ve a desayunar- Danielle aparece tras ella minutos después, y la mete prisa. Ella ya tiene que salir, pero Blanche tiene aún un rato para prepararse. Blanche echa de comer a los peces, y camina a saltitos hasta la cocina.
– Que tengas un buen día- se despide de Danielle.
– Pórtate bien.
Danielle sale por la puerta, deteniéndose unos segundos sobre la madera de la puerta ya cerrada.
« No quiero irme, ojalá pudiese quedarme», piensa.
Es uno de sus rituales, antes de continuar se prepara para el nuevo día. Aprieta el paraguas entre las manos, rezando para que no esté lloviendo. Sale al portal.
– No pudo ser.
La lluvia cae, insistente, inmutable. Danielle se encoge de hombros, abre el paraguas y echa a andar. Llega al metro minutos después, con la mano derecha —la mano que sujeta el paraguas—, insensibilizada. El frío es sustituido por un calor angustioso, el calor de la calefacción unido al calor desprendido por un grupo heterogéneo de personas, cada una de ellas con su propio destino, su propia historia que contar. Tarda unos minutos en llegar el metro al andén, y cuando lo hace sube cabizbaja, evitando las miradas de los ya muy agobiados pasajeros.
«Yo también necesito llegar», piensa, tratando de no empujar demasiado a nadie.
Alza la vista, comprobando si alguien la mira de manera ofendida. No. Una mujer lee, prácticamente abrazando el libro, algunas personas mueven la cabeza al son de la música que sale de su reproductor de música y que nadie más puede oír, otras bostezan tratando de evitar dormirse. Tanta gente junta. El agobio habitual de la hora punta.
Pero sí hay alguien que la mira. Un joven, que sonríe a medias, pensando.
« No puedo creerlo, es ella otra vez»
Pero ella no puede verlo, una mujer — precisemos, una grandísima mujer— se acaba de poner en medio, ocultándole de su vista.
Su parada llega, él mueve ligeramente la cabeza, y la ve marchar. Contrariado, se cruza de brazos. Ella ni siquiera se ha percatado de su existencia. ¿Pero qué está haciendo? ¿Por qué debería molestarle aquello?
Ella baja del metro, dando un pequeño salto y respirando, aliviada.
« ¡Dios mío!», piensa, « Unos minutos más, y habría muerto»
Sube las escaleras, tratando de no fatigarse demasiado, ni de golpear con su incontrolable bolso a las personas que habían decidido que las escaleras mecánicas subieran por ellos. ¿Qué? No es tan fácil conducir un bolso grande como el suyo.
– Es como subir del inframundo- refunfuña una joven a otra, haciendo una mueca de sueño.
Danielle sonríe, mirando el reloj. No llega tarde, pero eso no significa nada. El tiempo es un maldito tramposo, y cuando quieres darte cuenta le ha dado la vuelta a la situación.
Entra en el hospital, saludando a algunos conocidos que fuman en la entrada. No comparte aquel vicio, y tiene prisa por entrar. Vuelve a tener frío.
– Buenos días.
El guardia de seguridad ésta vez está despierto, y sonríe ampliamente.
– Está muy guapa hoy, señorita Baicry.
– Gracias.
Ella le devuelve la sonrisa, presurosa pero amable, aunque duda mucho aquellas palabras. Aquel día no era su día.
Sube las escaleras, va al vestuario, se cambia, llega a planta. Ésta vez, hasta llega cuarto de hora antes. Está orgullosa, aunque siga sin ser su día. Saluda, ¡Y algunas personas le contestan!
« Tal vez sí lo sea», se dice.
Nadine aparece a su lado, dando vueltas como una bailarina descontrolada.
– ¡Hola, Dani!
La besa en la mejilla, y sigue girando. Sin marearse en absoluto, sin perder el equilibrio ni un momento.
– ¿Te encuentras bien?- pregunta Danielle, enarcando una ceja.
– Soy feliz- afirma ella— simplemente eso.
Danielle la envidia levemente, porque Nadine no tiene la cara de hongo en conservas con la que se ha levantado ella. Nunca la tiene, en realidad. Nadine es muy morena, con un cabello liso y sedoso de color bronce cortado por debajo de las orejas, ojos avellana, grandes y expresivos, y unos labios traviesos y suaves que al sonreír forman una luna perfecta.
– ¿A qué se debe tanta felicidad?- Patrick cruza el pasillo, y entra en el control, sonriendo ampliamente. Nadine se frena, y en un segundo su rostro pasa por tres etapas distintas; sobresalto, vergüenza, y por último resignación.
– Supongo que es un buen día para estar contenta, ¿No?- dice, esperando que él quede convencido.
– Es verdad- los ojos de él miran sus manos, después vuelve a levantar la vista hacia ella— ¿Luego te llamo?
– Sí.
Ella espera no haber sonado demasiado impaciente. Danielle los observa, completamente segura de que se ha perdido algo. La mirada de ellos habla durante los segundos que permanecen callados.
– Genial- dice él. En realidad, le agradaba el entusiasmo con el que Nadine había contestado. Era exactamente lo que había deseado que ella dijera.
Se cuela en el baño, y Danielle mira a su amiga, inquisitiva.
– No me digas que…
– ¡Sí!- Nadine salta, emocionada.
Danielle frunce el ceño.
– Te odio profundamente.
– ¿Por qué?- pregunta Nadine, sus cejas alzándose, de nuevo sorprendidas.
– Por no habérmelo contado. Es… increíble.
Lo increíble no es que hubiese pasado —Estaba claro que sucedería tarde o temprano—, sino que Nadine hubiese sido capaz de ocultárselo.
– ¿No quieres saber los detalles?
Danielle se lo piensa durante unos instantes.
– No.
Se cruza de brazos, como una ofendida estatua de roca.
– Venga, anda. Fue ayer.
– Existen los teléfonos móviles.
– Era una sorpresa- miente Nadine. La verdad, había estado tantísimo tiempo flotando en las nubes que no había tenido tiempo suficiente como para asimilarlo. Mucho menos, para hacer partícipe de ello a otras personas.
Danielle se rinde. En realidad, se muere por saberlo.
– Vale.
– Cuando él salga del baño, te lo contaré todo- promete.
Mientras tanto se dan el parte. No hay muchas incidencias, el señor Castelnou se ha ido de alta, y ahora en su lugar Danielle lleva a una mujer joven con patología paranoide. Patrick sale del baño, y se marcha enviándole una última mirada a Nadine, que prácticamente se derrite en su silla.
– Cuidado, alguien va a resbalar con tanta baba- susurra Danielle. Antoinette se ha sentado a su lado, precisamente con la intención de escuchar la conversación de las jóvenes.
– Bueno Danielle, ¿Qué tal el día libre?
– Bien, gracias- responde ella, mirando desconcertada a aquella mujer, que no tiene como costumbre ser agradable con el resto de personal, a parte de sus adoradas compañeras.
Nadine mira a Danielle, es una mirada significativa que quiere decir.
« Parece que la historia tendrá que esperar»
Incluso se encoje ligeramente de hombros. Se levantan, dispuestas a empezar el día con buen pie. Sacan su medicación, lanzándose miraditas. Louane —la rancia más joven, que libró el lunes—, había ocupado el puesto espía de Antoinette. Sabían que ocurría algo, eran como perros olfateando a su débil y sangrante presa. Ellas no se iban a rendir tan fácilmente.
Danielle escapa con su batea, agarrando el tensiómetro manual, abandonado en lo más profundo de un armario, y un fonendo. No había sido lo suficientemente rápida como para conseguir el electrónico. Una pena.
Toma las tensiones, ligeramente aburrida. Normalmente incluso aquello la entretiene, pero no ésta vez. Entra en la última habitación, aquella que había pertenecido a Thibaut. De Ravine Dumarais, la nueva inquilina, tan sólo se ve el cabello rizado y oscuro desparramado por la almohada, el resto está oculto por una sábana.
– Buenos días.
Ravine no se despierta, pero se mueve ligeramente en la cama. Danielle acerca la mano a lo que debería ser el hombro de la mujer, y ella se sobresalta ante aquel contacto. Ravine levanta la cabeza alterada, aunque aún mantiene los ojos cerrados. Tarda unos segundos más en abrirlos.
– ¿Qué pasa?- pregunta, alarmada, apartándose lo más que puede de Danielle.
La joven sonríe ampliamente.
– Me llamo Danielle Baicry. Le voy a tomar la tensión, ¿Vale?
Ella le tiende el brazo, aún desconfiada. Su mano se estremece en el único segundo que la yema del dedo de Danielle roza su antebrazo al colocar el manguito. La mirada de Ravine se clava en Danielle mientras ella intenta concentrarse en inflar y escuchar la arteria. No es tan sencillo si alguien te taladra con la mirada.
– Ya está. Doce ocho, tiene una tensión estupenda- dice, ocultando su incomodidad tras una ligera sonrisa.
Pero Ravine no le devuelve la sonrisa, continúa mirándola fijamente.
– Hay algo en ti- dice. Sus pupilas, recubiertas por un halo de color azul, disminuyen de tamaño.
Danielle la dedica una última mirada de desconcierto antes de marcharse.
« En fin, que haya algo en mi no tiene por qué significar nada», se asegura.
Pero en realidad no está nada segura de aquello.
La segunda vez que tiene que entrar en aquella habitación, para dejarle en la mesilla las pastillas del desayuno, Ravine está en una esquina de la cama, completamente encogida. Danielle se aproxima rápidamente, preocupada.
– Ravine, ¿Se encuentra bien?
Ella alza la vista hacia Danielle, aún no se había percatado de su presencia.
Resopla sonoramente.
– La veo en ti- dice.
Danielle reprime la mueca de desconcierto que pugna por salir, y pregunta:
– ¿Qué es lo que ves?
Ya no continúa hablándola de usted, puesto que Ravine la tutea desde el principio. Sus dedos se remueven en el vasito donde lleva la medicación, buscando la pastilla que trata su locura.
– A ella. Te controla más de lo que tú piensas.
– ¿Quién?- aún no ha encontrado la pastilla, el nerviosismo la hace torpe, y su estómago se retuerce como una lombriz.
– Imaginé que no lo sabrías… ¡Ella está ahí!- grita, agitando la cabeza de delante a atrás, nerviosa.
Por fin la ha encontrado.
– Señora Dumarais, tómese las pastillas ya, por favor.
Danielle está asustada.
– Señorita- corrige Ravine, tranquilizándose ligeramente. Coge el vaso de la mano de Danielle sin rozarla, y la botella de agua de la mesilla. Parece tan cuerda y tan loca a la vez. Hay algo en sus ojos azules que inquieta profundamente a Danielle, aparte de sus palabras— Ya está. ¿Te importaría marcharte ahora? Necesito estar sola.
– No, no- asegura Danielle, que desea más que nada salir de la habitación. Y sin embargo, nadie la había echado así de su habitación. Se apoya en la puerta, con el corazón latiendo rápido.
« ¿Qué ha querido decir con “ella”? ¿Quién es ella?», se pregunta la joven sin poder evitarlo, a pesar de que… Qué tonterías está diciendo, simplemente está paranoica, ¿No?
Cuando pasa el médico, Danielle le pide que mire a Ravine. No ha vuelto a entrar a la habitación desde la última vez. Pero el médico sale, y se encoge de hombros.
– Está estupendamente, ¿Por qué querías que la viera?
– Me gritó, y me decía cosas extrañas- se siente estúpida, tal vez Ravine únicamente se había estado burlando de ella— déjelo, doctor.
Se da la vuelta, mientras sus mejillas adquirían un tono rosado.
– ¿Danielle? Espera un momento…
La joven se vuelve a girar, respirando hondo.
« ¿Por qué todo el mundo al que hablo de usted me tutea?»
– Dime.
– He cambiado los tratamientos de algunos de tus pacientes, revísalos, ¿Vale?
Ella asiente con la cabeza. Se queda varios segundos parada, tal vez el doctor Lesage tenga algo más que decir.
– Eso es todo- dice, adivinando la mirada de Danielle.
Danielle se cuela en la habitación de Ravine, como excusa para perder de vista a Donatien Lesage.
Ravine la mira desde el sillón, con una ligera mueca dibujada en su rostro. No es una sonrisa, es una mueca.
Danielle tarda unos segundos en saber qué decir.
– Ahora vendré a curarte, ¿Vale?
Ravine asiente, y después ladea la cabeza, sus ojos brillando levemente.
– ¿¡Por qué no sales, maldita hija de puta!?- grita de repente.
Danielle pega un salto.
– Lo…Lo siento- balbucea, y se escapa por la puerta.
« ¿ Que está estupendamente? ¡Ja!», piensa Danielle, estremecida.
Prepara la batea para curarla con dedos temblorosos, no hay nadie en el control a parte de un par de auxiliares de enfermería, con las que no habla a menudo. No hay nadie a quien contárselo. Se queda frente a la puerta, dudando si entrar o no. Tiene miedo de que un tenedor salga volando desde el interior y se le clave en un ojo.
La voz de Ravine suena desde el interior, como si supiera fehacientemente que Danielle está ahí, y lo que está pensando.
– Entra. No voy a hacerte daño.
Y Danielle, obedece.
« Echo de menos al señor Castelnou», piensa.
Ravine continúa sentada en el sillón, y vuelve a mostrar en su rostro aquella mueca-sonrisa. Es desconcertante.
– Siento haberte asustado antes. No hablaba contigo, hablaba con ella- dice con voz moderada.
Danielle no puede decir otra cosa que:
– Ah.
Ravine continúa hablando, como si Danielle no hubiese dicho nada. En realidad, la diferencia entre eso y nada, es ínfima.
– Me pone tan nerviosa que ella esté en ti. De veras, lo siento, pero es tan patente.
Incluso parece aparecer tras sus ojos un ligero pesar.
– ¿Quién es ella?- susurra Danielle, atreviéndose a preguntar. Temerosa de que Ravine volviese a gritar.
– No sé quien es- dice, encogiéndose de hombros— sólo sé que está ahí.
Un escalofrío recorre la columna vertebral de Danielle, que observa desconcertada a Ravine.
« Déjalo ya. Está loca. Está loca y punto»
– Bueno, Ravine, voy a curarte, ¿Quieres?
Ella asiente, subiéndose la pernera del pantalón. La pierna está cubierta completamente de apósitos. Danielle los levanta cuidadosamente, dejando al aire una gran cantidad de arañazos profundos, y quemaduras, probablemente de cigarro.
– ¿Cómo se ha hecho esto?- pregunta.
– Fui yo- sonríe ampliamente, mostrando hasta la segunda fila de muelas. Danielle la observa, estremecida. Pero no necesita decir nada, Ravine continúa hablando— Ella creía que podía hacer lo que viniese en gana. Pero no. Yo no iba a permitírselo.
« ¿Otra vez ella?», se pregunta Danielle, incapaz de no escuchar a pesar de que ya se había dicho que no debía hacerlo.
Ravine gira la vista hacia Danielle, como si se percatase por primera vez que ella está ahí.
– Tal vez esté hablando demasiado. Cúrame, y después márchate.
Danielle cura cuidadosamente las heridas, deteniéndose varias veces a observar a aquella mujer, cuya faz era ahora una máscara de silencio.
– Algunos de éstos arañazos tienen mala pinta. Puede que estén infectados- agarra el termómetro, y se lo tiende— Póntelo.
Ha notado cómo se estremece la mujer cada vez que su piel contacta con ella, y no quiere que vuelva a gritarla. Aún tiene la sensación de que puede atacarla en cualquier momento.
– Tienes unas décimas- dice, agitando el termómetro, de ésos viejos de mercurio. Los de toda la vida— ¿Me puedes hacer un favor?
No está segura de que Ravine vaya a obedecerla.
– No creo que haya nada que pueda hacer para ayudarte. No mientras ella esté ahí.
Y dale con «ella».
– Sólo no te toques las heridas mientras salgo. ¿Podrás hacerlo?
Ravine frunce el ceño.
– ¿Por quién me tomas? No tocaré las heridas, lo juro.
Aún así, Danielle se da mucha prisa. Cuando vuelve, Ravine está con las manos apoyadas en los reposabrazos, y con los ojos cerrados. De esa manera, parece hasta normal.
– Voy a tomar una muestra de esta herida- explica Danielle. Después de eso la cura y cubre todo— Ya está.
Ravine no ha dicho nada más en todo el rato, ni siquiera ha abierto los ojos. Pero antes de que Danielle se marche, dice:
– Tarde o temprano tendrá un error, y entonces me entenderás. Entonces lo sabrás.
Danielle cierra la puerta, pero aún oye cómo Ravine grita:
– ¡No estoy loca! ¡Maldita sea, no lo estoy!
Y Danielle susurra:
– Lo estás, vaya si lo estás.

V
– Venga ya- dice Nadine, poniendo la cara más incrédula de su repertorio— yo la he visto de lo más normal.

Danielle frunce el ceño. ¿Por qué Ravine sólo actuaba de forma extraña delante de ella? Era la segunda vez en un mismo día que se sentía estúpida por su causa.
– Bueno, ¿Y con Patrick qué?- dice, cambiando de tema. No desea saber más de Ravine en todo el día, al menos.
Una sonrisa boba con forma de medialuna perfecta se dibuja en los labios de Nadine— Empieza por el principio.
– Ayer fue no sé, distinto.
Danielle enarca las cejas. Nadine parece estar más hablando consigo misma que con la propia Danielle.
– Explícate.
– Es que no es fácil, fue raro.
– ¿Raro? ¿Por qué?
Nadine sonríe, sabe que está logrando exasperar a Danielle.
– Cuando le vi, lo supe. Supe que era el día- se encoge de hombros, y su felicidad es aún más patente.
– ¿El día de qué?
«Por el amor de Dios, ¿Tendré que sacárselo todo con sacacorchos?»
Pero Nadine ya se ha cansado de fingir reservas, y explota.
– Fue tan…No sé. ¿Sabes? Finalmente fue él quien se atrevió. Se iba a ir, cuando de repente se giró, y me descubrió mirándole. En su momento creí que me moría de vergüenza, pero gracias a eso dijo: Nadine, ¿Puedo hablar un momento contigo? Había más gente en el control, e hizo un gesto hacia el cuarto de sucio. ¡Quería hablar conmigo… a solas!
« Esto es otra cosa», piensa Danielle, vislumbrando a la que verdaderamente era Nadine Leleu, y no la joven de hace unos segundos.
– Fue… increíble. Y raro. Me dijo, hace mucho tiempo que quería hacer esto, pero no me había atrevido antes. ¡Y me besó!
Danielle ahoga un gritito de sorpresa, que suena como un gorgoteo. No sabe por qué le sorprende tanto, pero lo hace.
– Es completamente como en las películas… ¡Qué poco originales sois!- dice, intentando picarla.
Pero Nadine la ignora. Es demasiado feliz como para preocuparse de algo tan nimio como la envidia.
– ¿Sabes lo bien que besa? Es como…
– Claro que lo sé. También hizo ese espectáculo conmigo- bromea Danielle, divertida por la forma en la que Nadine cambia de expresión.
– Mira que eres… ¡Mala! Pues fue muy romántico.
– Ya, romántico.
Ríe, pensando en otros adjetivos con los que podría clasificarse.
– ¿Os pilló alguien?– pregunta Danielle imaginando a cualquiera de las rancias presenciando la escena, con la boca desencajada y un dedo acusador señalando a Nadine y a Patrick, besándose apasionadamente en el cuarto de sucio.
– Eso es lo mejor… Cuando salimos, todos nos observaban como si lo supieran. ¿Tú crees que habrán puesto cámaras en el cuarto de sucio?
Danielle se echa a reír, descontroladamente.
– ¡Anda ya! ¡Qué estupidez!
– ¡Oye!- se queja Nadine. Si le cuenta todo aquello, no es para que se ría a su costa ni mucho menos.
Danielle consigue dejar de reír, con los ojos húmedos, y pregunta:
– ¿Y por qué ayer? ¿Qué le hizo decidirse?- trataba de ponerse seria, aunque aún seguía imaginándose a las rancias en torno a una cámara, observando la escena como buitres.
Nadine ladea la cabeza, no se había hecho esas preguntas.
– No lo sé. ¿Acaso importa?
Danielle se sorprende.
– ¿Ho-la? Claro que importa.
Llevaban varios minutos sentadas en un banco del vestuario, ya vestidas. Pero sin intención ninguna de marcharse hasta que la conversación acabara, o hasta que sus estómagos las obligaran a acabarla.



Capítulo 4: El error

El abre los ojos, intentando discernir qué exactamente le ha despertado de aquel placentero sueño. La luz penetra ligera por la ventana, anunciando un nuevo y flamante día, los pájaros cantan suavemente… Pero no, no ha sido ninguna de aquellas cosas. Sólo un pensamiento ocupa a su mente;

« Quiero ir a la playa»
No, en realidad no quiere. Necesita. Necesita ir a la playa. Por ninguna razón. Y por todas.
Colin se ha despertado antes, y ha hecho el desayuno. Creo que se está disculpando por no haber hecho ninguno de los días la comida. Edmund sonríe, mientras su amigo coloca los platos en la mesa, con el arte de un camarero consumado.
– Et voilá, café, zumo, tostadas y cereales.
– Buenos días- dice Edmund, con la voz aún aletargada.
Colin se carcajea.
– Parece que fueras tú quien salió anoche, y no yo.
Edmund le escruta. La verdad es que tiene muy buena cara para haber estado toda la noche de fiesta, bebiendo, bailando y quién sabe qué más.
– Es cierto. ¿Qué tal lo pasaste?
– Estupendamente. Itzel es una diosa… ¡Una diosa!
Edmund medio sonríe, agitando la cabeza.
« Colin es de lo que no hay», piensa.
– Y su amiga…- Edmund hace una mueca— sí, sí. No pongas esa cara. ¿Cómo pudiste resistirte? Yo habría caído. Y tanto que habría caído. Dios mío, ¿Cómo puedes controlarte tanto?
– No puedo. Simplemente, me salvasteis a tiempo- miente Edmund.
– Ya, claro…
No es fácil engañar a Colin. La verdad, Edmund no es tan buen mentiroso como cree ser; cada vez que miente su ceja izquierda tiembla dos veces. Acusadora.
– Voy a ir a la playa hoy.
Casi sonríe. Lo ha decidido.
– ¿Hoy?- Colin le mira como si estuviese loco. Están a mediados de noviembre, llueve, y el frío cala en los huesos. Sí, por una vez Colin tiene razón. Es una locura.
– Sí, hoy. Me apetece.
Colin se encoge de hombros. ¿Qué puede decir? Cuando Edmund toma una decisión, no hay quién le saque de allí. Es un cabezota.
Camina por la playa, abrazándose al abrigo. Tal vez no ha sido una idea muy cuerda ir, pero está contento de haberlo hecho. Es el único caminante entre aquellas arenas suaves y compactas, el dueño de las olas ligeras que chocan contra la orilla. Sonríe, como no lo hace siempre que hay alguien delante, como no se permite hacerlo.
« Esto es tan bonito»
Se sienta en la arena, ignorando la humedad que cala sus pantalones. Se siente bien, demasiado bien en realidad. La soledad es un placer cuando no se convierte en costumbre. Centra la vista en el mar, lejano, mágico, hipnótico.
Unos brazos le rodean desde detrás, y él piensa.
« Ya estás aquí»
Sólo que ya no es exactamente él quien piensa.
Ella le da la vuelta, y le besa suavemente en los labios. Ambos, sin haber dicho nada, sabían que se encontrarían allí.
Se sienta entre sus piernas, y ríe. Él le hace cosquillas en la nuca con los labios. La ha echado de menos. Sí, y mucho. Ella se gira y le mira fijamente a los ojos. Aquellos ojos grises que parecen hablar por si solos, fundentes, atrayentes, enamorados.
Ella dibuja un corazón en la tierra, cuidadosamente. Piensa.
« Sin palabras, te quiero»
Sabe que él lo entenderá.
El dibuja otro, entrelazándolo con el de ella. Desea poder decir:
« No, yo te quiero más. Mucho más»
Pero ella niega con la cabeza, y le empuja suavemente con un brazo. Se levanta, y echa a correr. El sonríe, como si a ella no se ajustase la regla, como si con ella pudiese sonreír de verdad. Y corre tras ella. Se persiguen, se detienen, vuelven a correr. Como la vida misma, como el tiempo. Al fin, caen en la arena, agotados, empapados. Presos del mundo, un mundo al que no desean pertenecer.
Se besan, primero lento, después con necesidad. Se necesitan, se quieren, y sin embargo tienen tantas limitaciones. Tantas cosas que no pueden hacer, tantas cosas que no pueden decirse.
Ella le detiene cuando él comienza a desabrocharle el abrigo. No es el momento, no es el lugar. Es un sitio fantástico y están solos, pero hace demasiado frío.
Sonríe, y le besa de nuevo en los labios. Es un beso de despedida, dulce y amargo a la vez, como todas las despedidas.
Después se levanta, y sacudiendo la arena de su abrigo, echa a correr de nuevo.
Y él suspira. ¿Por qué las reglas deben ser tan estrictas? ¿Por qué ponerle ataduras al amor?
Se levanta de la arena, pensando:
« Dios mío, estoy empapado»
Vuelve a ser él. No es consciente de llevar tanto tiempo mojándose, la lluvia se había vuelto más enérgica, como los latidos de su corazón, que aún no se han ralentizado. Una chica corre a lo lejos, y se pregunta cómo no la ha visto pasar. No ha estado tan sólo como pensaba.
Se sacude la arena, que misteriosamente siempre se introduce hasta los lugares más recónditos y echa a andar. Pasa al lado de dos corazones dibujados en la arena, unidos por el destino, pero no está concentrado en el suelo que pisa. Observa aún a aquella chica que cada vez se hace más pequeña en su visión. Y sin saber por qué, echa a correr. Simplemente porque lo desea. Tal vez, sólo quiere verla de cerca, tal vez… ¿Quién sabe? La vida es un misterio.
II
Ella sonríe, encantada de su idea. Correr por la calle no es lo mismo en absoluto que correr por la playa.
Se sienta en la parada del autobús a esperar. Eso sí, el trayecto a casa es un poco más largo, y el bus es lento. Pero no importa, no hay nadie esperándola en casa. Blanche ha ido a pasar el fin de semana con Nicolette Legrange, y Denise Florit, en una fiesta de pijamas. Danielle había sido incapaz de negárselo. A ella también le hubiese gustado que a su edad le permitieran hacerlo.
Aún así, suspira. La casa estará muy vacía sin Blanche.
Ve pasar un coche negro, pero no le presta atención. Es un coche como otro cualquiera, solo que su conductor es Edmund. Él tampoco ve a Danielle, aunque está pensando indirectamente en ella;
« No logré alcanzar a la corredora de la playa, me habría gustado ver qué aspecto tenía»
¡Menuda sorpresa se habría llevado!
El autobús tarda aún un buen rato en llegar — ¡Casi veinte minutos!—, pero Danielle aguanta la espera pacientemente. Sube al bus, saluda al conductor, que debe de estar hasta las narices de que cada persona que monta le diga «hola», «Buenos días», o todos sus sucedáneos, pero sigue devolviendo el saludo una y otra vez. Se sienta en un hueco libre, y coge el móvil.
– ¡Hola!- saluda con voz alegre.
– ¿Mmm?- una voz somnolienta murmura al otro lado.
– ¿Jacques?
– Mmm… Sí.
Estaba dormido. Danielle está segura.
– Te he despertado, ¿Verdad?- ríe entre dientes.
– No, no. Claro que no.
Finge que su voz es menos áspera de lo que en realidad es. Sí, estaba dormido, pero no quiere que Danielle cuelgue. Hablar con ella le ayuda a no caer en aquella espiral de recuerdos cuyo vórtice es Eloise.
– ¿Ah, no? ¿Entonces qué hacías?
– Yo…- Jacques mira a su alrededor— estoy haciendo la cama, sí. Haciendo la cama…
«…Conmigo dentro»
– Ya.
No cuela.
– ¿Y tú qué haces?
– Estoy regresando a casa. Me levanté temprano y fui a la playa a correr.
– ¿A la playa? ¿Tú estás loca?
Ella sonríe.
– No, no estoy loca. Sólo se me ocurren cosas que a otros le parecerían locuras. Eso no me convierte en loca.
La imagen de Ravine Dumarais aparece en su mente, haciéndola temblar. Al día siguiente, cuando Danielle había llegado al hospital, ella ya no estaba en su habitación. Cuando preguntó, nadie sabía si le habían dado el alta o qué. Probablemente no había preguntado a las personas adecuadas.
– ¿Oye? ¿Me has oído?- pregunta Jacques, ahogando un bostezo.
– No, lo siento. ¿Qué has dicho?
– Preguntaba por Blanquita. ¿Hablaste con ella?
– No la he llamado aún. Hablé dos minutos con ella ayer, el tiempo necesario para que me dijera que se lo estaba pasando genial, y que si alguno de sus peces moría en su ausencia la culpa sería únicamente mía.
– No sé por qué no me sorprende- bromea Jacques— ¿Los peces han sobrevivido a esta noche?
– ¡Jacques!
– Nunca se te han dado muy bien las mascotas. ¿Te acuerdas de esa rana que cogimos en el río en tercero?
– ¡Eso no fue culpa mía! Se escapó del acuario- protesta Danielle a voz en grito. Algunos de los pasajeros se giran a mirarla. Jacques sonríe; adora la imagen indignada de Danielle por encima de cualquier otra. Bueno, tal vez su sonrisa la supere. Pero por muy poco.
– Bueno, ¿Y qué tal estás?- Danielle no quiere meter el dedo en la yaga, pero se preocupa. Quiere saber si Jacques acabará dentro de un agujero negro sin retorno, o si por el contrario está «viendo la luz», figuradamente, claro.
– Creo que bien- mira la habitación, de la que ha desaparecido cualquier rastro de que Eloise alguna vez estuvo ahí, y se encoge de hombros— mejor de lo esperado.
Danielle sonríe, aunque desconfía levemente. No sería la primera vez que Jacques la mentía acerca de su estado emocional. Es más, llevaba haciéndolo casi veinte años.
– ¿Seguro?
– Sí, seguro.
No está tan convencido como aparenta, ¿Pero qué más da? Al menos no se está hundiendo en el lodo hasta los codos.
– Vale- Danielle decide creerle— ¿Quieres que nos veamos luego?
Jacques duda unos instantes.
– Recuerda que estoy sola y desamparada. Anda, por favor.
¿Cómo iba a resistirse a eso? Él no sería capaz de decir que no a una petición así, sobre todo viniendo de Danielle.
– Está bien. Llámame a casa cuando llegues.
Ella responde que sí, y se despide, sonriendo triunfalmente.
Jacques cuelga el teléfono y se deja caer en la cama.
– Me aseguraré de que cuando llames siga dormido- dice con cara de felicidad. Dormir, ese sí que es su verdadero amor.

III
– ¡Hola!- el teléfono cuelga de su oreja mientras se afeita con una mano. Sonríe, si el viernes ya fue un gran día, el sábado pinta mucho mejor.
– Hola- responden al otro lado. Es una voz ligeramente agitada, como la de alguien que acaba de echar una carrera.
– Ah, eres tú.
Está ligeramente decepcionado. Esperaba que fuese otra persona.
– ¡Cuánta animosidad hacia mi persona!- Edmund frunce los labios, sin dejar de prestar atención a la carretera— ¿Te he hecho algo?
– Esperaba que fueses Itzel. Dos palabras: de-cepcionante.
Edmund ríe entre dientes. Está de buen humor.
– Estúpido, eso no son dos palabras. ¿Tienes planes con ella?
– ¡Obvio! Tengo que disfrutar de ella antes de que se canse de mí.
– ¿Por qué iba a cansarse?- Edmund se sorprende.
Normalmente es Colin el que se cansa rápido —demasiado rápido, en realidad— de las mujeres.
– Es lo que tienen las diosas, les interesas hasta que encuentran un humano mejor al que seducir.
Edmund menea la cabeza; Lo peor de todo, es que Colin está completamente convencido de lo que acaba de decir.
– Te gusta de verdad, ¿Eh?
Ya sabe la respuesta antes de que Colin abra la boca.
– ¿Qué dices? ¡No!
Antes muerto que admitir que dentro de él hay un corazón que siente y padece.
– Genial- no se cree ni una palabra, pero no merece la pena continuar por aquella línea— entonces qué, ¿Vais a salir por ahí o…?
Se queda en suspenso, esperando la respuesta de su amigo. Colin duda unos instantes, y Edmund acaba la frase.
– ¿…O me vas a echar de nuevo?
Ya lo ha adivinado.
– No tienes por qué irte. Pediré a Itzel que no se…
– No, no. Déjalo. Me vendrá bien estar un rato fuera.
Cuelga el teléfono antes de que Colin diga nada más. ¿Para qué quedarse en casa si su único compañero de piso está ocupado haciendo otras cosas? Y desde luego, es sábado, se niega en rotundo a estudiar.

IV
El timbre suena una y otra vez, pero Jacques está profundamente dormido, con la cabeza oculta tras la almohada.
– ¿Y este tío qué? ¿Por qué no abre?- refunfuña ella al otro lado.
El teléfono de casa suena, Jacques tarda unos minutos en oír el sonido, vincularlo al objeto del que procede, y contestar.
– ¿Sí?- le parece que hace varios minutos que ha hablado con Danielle, pero tal vez haya pasado un poco más.
– ¿Por qué no contestas al timbre?- la voz de ella suena irritada.
Jacques aprieta los labios. ¿Qué demonios…? Corre a abrir la puerta.
– Vuelve a llamar…- dice con voz ronca.
Ella obedece, aún refunfuñando.
– Ya subo.
Ella cuelga el teléfono, él se pregunta si ha confundido la voz.
« No puede ser posible», piensa. Y sin embargo sabe que es Eloise la que sube en el ascensor. No puede haberse equivocado.
Sujeta el pomo de la puerta, esperando a que se encienda la luz del pasillo, nervioso. Dios mío, ¿Qué hace ella aquí?, ¿Por qué está ella aquí? Le sudan las manos. ¿Y si ha vuelto? ¿Y si le echaba tanto de menos que ha dejado Londres por él?
Una muchacha bajita y delgada de cabellos negros y ondulados, ojos marrones ocultos tras unas gafas de sol que chocan con sus pestañas, y un vestido verde corto, demasiado corto, enciende la luz y se dirige a la puerta de Jacques. No quedan dudas. Es ella.
Ella llama a la puerta. Él tarda unos segundos en autoconvencerse, y en atreverse a abrir la puerta. Tal vez estaba soñando, tal vez cuando abriese la puerta Eloise desaparecería, él despertaría y aquello sólo habría sido un sueño. Tal vez habría sido mejor así. Abre, y ella sonríe:
– Hola, Jay- no hay muestras de irritabilidad, la habrá perdido en el agujero del ascensor.
Él no puede evitar hacer la pregunta, por muy estúpida que parezca.
– ¿Eloise?
– Claro, tonto- dice ella, enarcando las cejas. Lo achaca a la cara de recién despertado que tiene Jacques— ¿Quién si no? ¿O es que te has estado viendo con otra?
Jacques ignora deliberadamente aquella pregunta.
– ¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar en Londres?
Ella sonríe, mostrando dos filas de dientes blancos y perfectos.
– Sí, pero me aburría. ¡Es fin de semana! Echaba de menos París.
Él se clava un puñal mentalmente.
«No me echaba de menos a mí, echaba de menos París»
– ¿Y qué haces aquí?
Está demasiado conmocionado como para darse cuenta de que repite la pregunta.
– Pensé que podíamos pasar un rato juntos.
Mira de reojo a través de la puerta, como si esperase encontrar a otra allí. Jacques se hace a un lado.
– Entra.
Eloise le besa en la mejilla y entra en la casa, dejando una mini maleta después de la puerta.
– Vaya, tienes la casa muy ordenada.
Sonríe. Como si no supiese que Jacques es un maniaco del orden.
– Sí.
– Bueno, ¿Y qué has hecho estos días? ¿Qué tal la semana?
Él aprieta los labios.
« ¿Intentar olvidarte?», aquella es la pregunta que empuja a través de su garganta, queriendo ser libre.
– Nada en especial- dice finalmente— ¿Y tú?
– ¡No te lo imaginas! Londres es precioso. Pero precioso con mayúsculas. Es como… No sé con qué compararlo para que me comprendas… Y los londinenses… ¡Encantadores! No te imaginas…
Las palabras de Eloise se pierden en el aire de la habitación, mientras Jacques continúa preguntándose;
«Eloise, ¿por qué estás aquí? ¿Por qué has vuelto?»
Él no quiere oír todas las anécdotas que ella parece querer contarle, él quiere despertar. ¿Cómo va a olvidarla si ella de repente aparece allí, como si no hubiese pasado nada? Como si no se hubiese marchado…
– No me estás escuchando- dice minutos después, cuando hace una pregunta retórica y él no contesta.
Jacques siempre contesta a las preguntas retóricas, nunca las ha entendido.
– Sí, claro que te escucho.
– No, no lo haces.
Da una vuelta en redondo a su alrededor.
– ¿Oye? Esto parece más vacío.
Aprieta los labios, y Jacques observa su reacción, sabiéndose perdido.
– ¿Dónde están nuestras fotos? ¿Y él muñeco que compramos en Venecia?
Recorre el comedor, como si hubiese descubierto una terrible aberración, con la nariz arrugada.
– ¿Dónde están?- repite.
– Eloise, te has ido.
Jacques no puede decir otra cosa. ¿Qué importa donde estén los recuerdos cuando la realidad se ha acabado? C’est finí, los recuerdos duelen.
Ella grita:
– ¿Y qué? Me he ido, ¿Eso es motivo suficiente para borrar nuestro pasado?
Jacques no se lo puede creer.
«Definitivamente no entiendo a las mujeres», piensa.
– Están en el trastero, en una caja. ¿Los quieres? Puedes llevártelos a tu nueva vida, a Londres.
Se rinde. No quería ser hostil, pero no puede evitarlo.
Ella hace un mohín.
– Oh, cariño. Estoy siendo demasiado insensible contigo, ¿Verdad?- se acerca a él, le besa.
Y él, tonto de él, estúpido de él, se deja. Se deja aunque sabe que ella se volverá a ir, se volverá a marchar dejándole un recuerdo más que desechar en la caja de recuerdos dolorosos.

V
El timbre suena.
– ¿Diga?- dice Danielle mientras sujeta el peine entre los dientes. Va cargada con una lavadora para tender, aprieta al botón del interfono con la nariz.
– Soy yo. ¿Puedo subir?
Danielle vuelve a pulsar el botón y se pregunta:
« ¿A qué viene ésa pregunta tan estúpida?»
Echa la ropa en una silla, y acaba de peinarse. El timbre de casa suena un par de minutos después.
Danielle abre la puerta, preparada para decir una frase burlona, pero se encuentra a un Jacques cabizbajo, un Jacques que desea golpearse la cabeza contra la pared hasta la muerte.
– Jacques… ¿Qué ha pasado?
– Soy idiota…
– Es por Eloise, ¿Verdad? ¿Has tenido una recidiva?
– ¿Una recidiva?- Jacques aprieta los labios— Está en casa, como si nada hubiese pasado.
Danielle permite que su boca caiga como un resorte, y después dice:
– ¿Qué?
– Sí, así me he quedado yo. Encima me ha echado en cara que haya guardado sus cosas. ¿Te lo puedes creer?
– ¿Qué ha pasado después?
Danielle sabe a ciencia cierta que Jacques es demasiado bueno como para haberla echado, de tan bueno es tonto.
– Ella… Yo… Bueno, ya sabes. Yo la quiero.
No necesitaba más para hacerse más o menos la idea de lo que había pasado.
– O sea, que la tienes en casa- calla unos instantes, después decide ser sincera— sí, eres un poco gilipollas, la verdad.
– He venido cuando se ha metido en la ducha.
– Cobarde- le mira, incapaz de creerlo— ¿Y qué piensas hacer? ¿Esperar hasta que se marche?
Él se muerde el labio inferior, sabiéndose descubierto.
– Ése era el plan.
– No lo entiendo, ¿Por qué no puedes ser como cualquier persona normal y decirle “hasta luego”? Eres masoquista.
– Yo…
– Lo sé, quieres a Eloise- puso los ojos en blanco— ¿Pero no ves que así sólo te torturas?
– Por favor, déjame quedarme hasta que se vaya…
Casi está al borde del llanto.
– Idiota, claro que puedes quedarte. ¿Pero crees que eso será antes, o después de que se acabe el mundo? ¿Y si se adueña de tu casa?
– Mañana a las seis sale su avión…
– De fin de semana a casa del chico al que he dejado tirado. ¡Mira que es retorcido!
Jacques arruga los labios.
« Joder, ¡Qué asco de vida!», piensa.
– ¿Podemos hablar de otra cosa?- dice.
Ella medio sonríe, y le atrae hacia ella.
– Anda, dame un achuchón.
Él traga saliva. Intenta no llorar, y aquel incómodo nudo de lágrimas se ha acomodado en su garganta. Se agarra fuertemente a Danielle, que permite que la aplaste durante unos instantes. Después le detiene:
– Eh, eh, controla tu fuerza, no me dejas respirar.
Él ríe, sorbiéndose los mocos. Y ésta vez es ella quien lo dice:
– ¿Por qué habrá vuelto?
Pero no quiere que Jacques siga pensando en el tema, ha sido una pregunta mental formulada en voz alta. Se corrige rápidamente.
– ¿Quieres que cantemos un poquito, o me ayudas a tender?
– When I see your smile…- entona, ocultando la cabeza entre el cabello de Danielle. Su voz sale ahogada. Después, se echa a llorar, dice— Ni pizca de ganas de tender.
Danielle le abraza más fuerte, y piensa:
«Mírale, más blandito que un oso de peluche»
Sonríe. En realidad eso es una parte de lo que le hace tan genial.

VI
La ropa está tendida, los estómagos están saciados. Jacques se ha tranquilizado en parte, y aunque Eloise le llama al móvil repetidamente, Danielle le obliga a desconectarlo. Es lo mejor.
Jacques hace un buen rato que se ha quedado dormido.
Danielle aprovecha para escaparse un rato; se pone los pantalones de chándal y a correr. Una vez que uno se acostumbra, es como una adicción, no se puede parar. Y tampoco quiere dejar mucho tiempo solo a Jacques, es capaz de cometer cualquier locura.
Corre por Rue Max Jacob, observando los árboles pelados por el frío, los charcos de los parques, los niños que juegan a pesar de todo, el ruido de la ciudad que respira. Respira con sus coches, sus pájaros, sus habitantes. Sonríe. Piensa en detenerse unos instantes y observar a aquellos críos que juegan a ver cuál de ellos atraviesa más barras sin caerse, pero no, algo la impulsa a continuar.
Y él está allí.
Solo que ella, ya no es ella. Corre, llena de reconocimiento, le abraza.
Pero él sí es él.
Edmund se gira sorprendido. La ve. No puede creerlo.
– ¡Sabía que te conocía de algo!- exclama.
Están muy cerca, pero a él parece no importarle. Es más, esboza una media sonrisa de diversión. Ella en cambio tiene los ojos muy abiertos, está sorprendida. Tal vez demasiado.
« ¿Qué estás haciendo?», piensa.
La joven respira entrecortadamente, como si se quedara sin aire, aunque no es así. Hiperventila. Ahora lo comprende, y está nerviosa, terriblemente nerviosa.
Edmund le observa con sus enormes ojos grises, sólo que aquellos ojos grises no la reconocen, no la aman. En absoluto. Únicamente muestran un profundo y desconcertante interés. Es ella la que da un paso hacia atrás, casi mareada.
– Dime, ¿De qué te conozco?- pregunta él. Medio sonríe. No puede parar de mirarla. Hay algo en ella. Algo especial… Y sin embargo ella parece… ¿Asustada?
Ella aprieta los labios. ¡Dios mío! Sabe que acaba de meter la pata hasta el fondo, que aquello es un terrible error, pero… ¿Dónde se ha metido él? Le busca en el interior de los ojos grises del joven. Nada, no hay nada.
« ¿Dónde estás?», piensa.
Y Edmund sigue esperando, pero ella no puede hablar. No debe hablar. Sería empeorar aún más las cosas.
La sonrisa del joven se desvanece ligeramente mientras ella se mira las manos, dubitativamente, y después lo decide. Sí, es lo mejor. Echa a correr, y deja a Edmund atrás, allí, desconcertado.
– Pero…
« ¿A dónde vas?»
Parpadea, esperando verla desaparecer, que todo haya sido un espejismo. Una broma de su imaginación. Pero no es así, ella sigue allí, alejándose.
«No lo entiendo», piensa al fin, mordiéndose el labio inferior.



Capítulo 5: ¿Dónde estás?

Jacques despierta, y murmura:

– ¿Danielle?
Nadie contesta.
Se levanta, restregándose los ojos, acartonados por las lágrimas, y enciende la luz.
– ¿Danielle?
Silencio. Jacques está seguro ya, no hay nadie en casa.
Mira el teléfono móvil, encima de la mesilla de noche. Está apagado, seguramente Eloise le ha llamado alguna vez más.
No está Danielle para detenerle, da la vuelta a la cama, lo enciende. Mira la pantalla mientras el teléfono vuelve a recuperarse y toma cobertura. Vibra. Un mensaje, dos, tres, cuatro, ¡Cinco! Jacques empieza por el primero.
“Jacques, ¿A dónde has ido? No me has dicho que salías, ¿Has ido a buscar la comida? Contesta.”
El segundo: Siete llamadas perdidas de Eloise.
El tercero: “Ah, no contestas, y encima tienes el móvil apagado… Muy bonito ¿eh? ¿Te parece normal? Te estoy esperando.”
El cuarto: cuatro llamadas perdidas de Eloise.
El quinto: Eres un estúpido, Jacques. ¿Te acuestas conmigo, y luego te piras? ¿Cómo te atreves aprovecharte así de mí?
La cara de él va empeorando con cada mensaje, y en el último ya alcanza la de máximo gilipollas. Sí, pero gilipollas por no haberla parado los pies. Por haber sido débil, por haber pensado que tal vez ella cambiaría de idea después. Pero no, nada más acabar ella dijo:
“Bueno, voy a darme una duchita. Salgo mañana a las seis”
Y todo con una sonrisa. ¿De verdad ella no se daba cuenta de que hacía daño? ¿O le daba igual?
Jacques va a la cocina, coge el rotulador de la pizarra Villeda que hay colgada en la nevera.
“Danielle, vuelvo a casa. Luego, si consigo sobrevivir a la tormenta, te llamo”
Pero no será necesario aquel mensaje, justo cuando acaba de escribirlo escucha el giro de la llave en el interior de la cerradura.
– ¿Jacques?
El joven borra con la palma de la mano las palabras que acaba de escribir y se dirige a la entrada.
– Estoy aquí- contesta, y mira con abatimiento a Danielle.
Ella ya imagina que ha llegado tarde.
– Lo has encendido, ¿Verdad?
Él asiente.
– ¿Qué te ha dicho?
– No importa- dice él. Sólo con pensar en repetir aquellas palabras se le revuelve el estómago— Voy a hacer lo que debí hacer hace tiempo.
Danielle cubre la puerta, frunciendo el ceño.
– Que es exactamente…
– Entender las cosas. Eloise me va a explicar de una vez…
– Eloise no te va a explicar nada, Jacques- Danielle siente ser tan dura, pero es la verdad pura y dura— Ella te gritará por haberte marchado, y minutos después se le habrá pasado. Eso es todo.
– Ésta vez me lo explicará.
Danielle se encoge de hombros, pero Jacques la mira, suplicante.
– Necesito oírtelo decir, por favor.
– Eloise te va a explicar lo que tú le pidas que te explique- dice Danielle a regañadientes. Si no sucede así, al menos no habrá sido pájaro de mal agüero.
– Gracias.
Casi llega a sonreír, pero se detiene antes.
– Voy a hacerlo antes de que cambie de opinión.
Abre la puerta, y la atraviesa a la carrera.
– Buena suerte- grita Danielle, y él levanta el dedo gordo en respuesta, sin parar ni mirar atrás.
Cuando él desaparece de su vista, suspira. No cree que todo vaya a salir tan bien como ha fingido.

II
No importa ya si Colin sigue con Itzel en casa, es igual si Lucille está también allí, Edmund está demasiado confuso como para darle importancia a una nimiedad como aquella.

¿Ella —la muchacha del metro—, le había abrazado? Sí. ¿Y después había salido corriendo? Sí. ¿Pero, por qué? Edmund no puede parar de pensar en ello. En ello, y en cómo será la voz de la joven. Y cómo se llamará, y como será su vida, tantos cómos… Y ninguna respuesta.
« Ha salido corriendo», se repite de nuevo, apretando los labios. Ella le ha abrazado y después ha salido corriendo.
Agita la cabeza, pero ella no va a salir tan fácilmente de sus pensamientos. La imagen de ella se aferra ya a él, poderosa, inquietante, encantadora. En una palabra, inolvidable.
– ¿Tío, qué te pasa?- pregunta Colin.
Acaba de llegar a casa, y Edmund estaba equivocado. Itzel ya hacía un buen rato que se había marchado.
– Nada.
Colin enarca una ceja, sabe que Edmund miente.
– ¿Es por Marine?
Aún no le ha contado nada de aquella llamada. Ni piensa hacerlo.
– ¿Por Marine?- Edmund se sorprende levemente— No, no es por ella.
Marine ha pasado a un segundo plano, no hay nada como una incógnita como para ocupar su mente.
– ¿Entonces?
Colin se estira, dejando al aire la parte baja de su abdomen, cubierto de arañazos.
– ¿Cómo te has hecho eso?- pregunta Edmund, en parte por curiosidad, en parte para dejar de hablar de él. Le incomoda aquel tema.
– Ya sabes, el ardor del amor…-dice Colin con voz profunda, encogiéndose de hombros.
– ¿Has dicho amor?- Edmund abre la boca— Iré a por el termómetro.
Colin se echa a reír.
– No es ésa clase de amor de la que hablo.
Edmund se detiene. Era demasiado bonito para ser cierto.
– Itzel debería cortarse las uñas- dictamina Edmund, arrugando los labios.
Piensa:
« ¡Será bruta! Pero a Colin parece no importarle… Es más, ¡espera!... ¡Parece gustarle! ¿Cómo está el mundo? Loco, eso es lo que está.»
Edmund se rinde. Allá ellos y sus locuras.

III
Llama a la puerta, temeroso. A la puerta de su propia casa.

La seguridad se ha ido desvaneciendo por el camino, ya sólo quedan los restos. ¿Serán suficientes?
Eloise abre la puerta, mirando con los ojos entrecerrados al muchacho que espera al otro lado del umbral.
– Ya vuelves, ¿Eh?
Está furiosa.
– Sí, ya vuelvo. Igual que tú hiciste, en realidad- sonríe, acaba de encontrar el paralelismo que le llevará a la victoria.
– ¿Cómo dices?- Eloise frunce los labios, mientras prepara su garganta para demostrar al mundo lo disgustada que está.
– Lo que estás oyendo. Tú te fuiste. Y ahora estás aquí, quiero saber por qué. ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué volviste? ¿Por qué me haces esto?
Entra en la casa, señala a todos los objetos recolocados de nuevo en su lugar.
– ¿Qué es lo que quieres de mí, Eloise?
– No quiero nada, Jacques. Estoy cansada. Cansada, y me siento estúpida. Vengo aquí, y tú huyes. ¿Cómo he de tomarme eso?
Él respira profundamente, Eloise sólo ha respondido a una de sus preguntas.
– ¿Y lo demás?
– Cállate, Jacques. ¿A qué vienen tantas preguntas? ¿Qué es lo que quieres tú?
– ¿Lo que quiero yo?- él abre la boca, sorprendido, golpeado, confuso. ¿Cómo puede hacerle aquella pregunta?— Lo que quiero yo es saber por qué, por qué la chica con la que estaba decidió marcharse a Londres de la noche a la mañana, por qué ella vuelve a la semana como si nada hubiese pasado, ¿Por qué, Eloise?
– Y-yo…- ella balbucea, en realidad ni siquiera lo sabe— Sigo estando enfadada, ¿Sabes?
Autodefensa. Se defiende del aluvión de preguntas de Jacques de la única manera que sabe hacerlo; gritando.
– No me importa- duda al principio, pero al final se decide. No le importa en absoluto que ella esté enfadada, no mientras se niegue a responder a sus preguntas. No mientras sea egoísta.
– ¿Que no te importa?- estalla Eloise— ¿Que no te importa? ¿Es que acaso algo te importa?
« Tú, tal vez», piensa él.
Pero responde.
– Eso mismo me pregunto yo de ti. ¿Qué es lo que te importa, Eloise?
Ella aprieta los puños, encajando el golpe. La pregunta ha vuelto, y ella no sabe cómo responderla.
« ¿Qué es lo que me importa?», piensa.
– Me importa la seguridad- dice, temblorosa— La seguridad, nunca me has dado seguridad.
– ¿Cómo dices?
Pero Eloise no ha acabado de hablar, e ignora su pregunta.
– Tú, y Danielle. Siempre vosotros dos. ¿Qué hueco había para mí? ¿Dónde encajaba yo? No puedo sentirme segura cuando siempre habrá una chica más importante en tu vida.
Según lo dice, sabe que es verdad. Que siempre ha guardado ése pensamiento dentro de ella, pero no había dejado que éste aflorase hasta entonces.
– ¿Esto es todo por Danielle?- Jacques enarca las cejas, desconcertado. No esperaba aquella respuesta.
– Todo no, claro. Pero prácticamente.
– Pero yo nunca… Danielle y yo sólo somos amigos… Yo nunca te he dejado aparte- dice Jacques, intentando explicarse, intenta excusarse. Cómo si él tuviera la culpa de todo. Estúpido. Ahora se siente culpable.
– Eso no significa que yo dejara de sentirme excluida- ella ya no está enfadada, está… ¿Casi sorprendida?
¿De verdad aquella era la razón por la que se había marchado? ¿O una excusa para hacer que Jacques se sienta mal?
– ¿Entonces por qué volviste?
Ella se encoge de hombros. Sabe que Jacques lo aceptará como respuesta. El tonto de Jacques, el bueno de Jacques.
– ¿Y ahora qué?
Ella le observa unos segundos antes de repetir.
– ¿Ahora que, qué?
– ¿Qué debo esperarme ahora?
– No entiendo que quieres decir con eso…- miente. Claro que lo entiende, pero…
– Sí, que si he de esperarme que cada fin de semana vuelvas como el recuerdo de la navidad pasada, o puedo empezar a rehacer mi vida. Que si puedo quitar todas estas cosas y volver a guardarlas en el cajón, o debo recordarte. Que me expliques que es lo que tienes planeado exactamente.
– Mi vida no es un plan que puedas leer, Jacques.
Él resopla.
– ¿Entonces?
– Entonces no sé si volveré el fin de semana que viene. ¿Tú quieres que lo haga?
Es una pregunta tonta. Claro que quiere. Pero no quiere vivir de fin de semana en fin de semana, no puede permitir que su vida se reduzca a ello. No puede depender de los deseos de ella, ya no.
– Yo…
Ella le insta a responder.
– ¿Tú…?
– No creo en las relaciones a distancia.
Sonríe amargamente, sus labios humedecidos de tristeza. Ella se marchará, se acabó. Debe dejar de hacerse ilusiones.
– A mí tampoco me gustan los tríos, y aquí estoy.
– Estás siendo injusta.
– No, no es verdad.
Está siendo sincera. No puede continuar con él mientras Danielle siga existiendo en su vida.
– Sí. ¿Por qué metes a Danielle en esto? Te fuiste, dejándome una mísera nota. Ella no tiene nada que ver con eso.
– ¿No te das cuenta, idiota? Pensaba volver.
– ¿Cuándo, después de cinco días? Esta mañana me preguntaste qué hice esta semana. Intenté olvidarte, joder. ¿Qué haces otra vez aquí?
– ¿Lo conseguiste?
– No llamaste, no mandaste ni un solo mensaje. ¿Quieres que te diga lo que tiene que ver eso con Danielle? Nada.
– ¿Lo conseguiste?- repite ella con paciencia.
Él respira profundamente.
– No.
Y ella sonríe.
– Es exactamente lo que quería oír.
Le besa. Pero por esta vez, Jacques tiene cabeza. La aparta ligeramente.
– Esto no va a funcionar.
Ella abre los ojos, y aprieta los labios.
– ¿Por qué no?
– Estás en Londres, no creo en las relaciones a distancia.
Ella se encoge de hombros al decir:
– Vente conmigo.
Pero ya es demasiado tarde.
– No, toda mi vida está aquí.
– Faltaré yo- asegura Eloise, cruzándose de brazos.
Están muy cerca, cada uno puede sentir la respiración del otro.
– ¿Por qué nunca me hablaste de esa propuesta de trabajo?
Él necesita saberlo. De una vez por todas. Ella ríe suavemente.
– Porque no pensaba aceptarla.
– ¿Entonces? ¿Por qué la has aceptado?
– Supongo que quería darle un empujón a lo nuestro.
– Un empujón hacia el vacío, ¿No?- dice él, airado.
– No. Sólo quiero aclarar las cosas de una vez. Hace más de un año que vivimos juntos, hace casi dos años que somos pareja. ¿Pero qué hay de responsabilidad en nuestra relación? Nada.
– ¿Esto es una prueba?
– No. No lo es. Estoy en Londres de verdad. Pero te dejé una nota, y tú ni siquiera te molestarte en llamarme. Eso es porque te dio igual.
– No tienes ningún derecho a juzgarme- Jacques aprieta los puños, tratando de evitar que aquellas gotas saladas desborden sus ojos.
« Maldita sea, ¿Cómo se atreve a echarme en cara que no me importa?»
– ¿Por qué no?- ella sonríe, sabiéndose vencedora.
Pero esta conversación no es una guerra en la que se pueda ganar o perder, Jacques responde:
– Porque si yo te importara tampoco me habrías abandonado así.
Touchée.
« Estamos jugando a echarnos cosas en cara, pero eso no arregla nada», piensa Jacques.
Eloise hace una mueca.
– Claro, a eso se reduce todo. A echarme la culpa a mí. Yo siempre tengo la culpa.
Jacques abre la boca para replicar, pero ella hace un sonidito, poniendo la mano en su cara.
– Ya basta, no metas más la pata.
Él suspira.
– ¿Qué quieres de mí?- pregunta.
Ella le mira fijamente, duda durante unos segundos.
– Ha sido un error volver- le besa suavemente en la mejilla— siento haberte desconcertado.
Coge la maleta, depositada tras la puerta.
– ¿Te vas?- pregunta él, su estómago se encoge de un salto.
– Sí, iré a casa de Christine, no te preocupes. ¿Me llamarás algún día sólo para hablar?
Él se pone delante de la puerta.
– Por favor, no te vayas.
Es patético, pero el amor a veces también lo es.
– De verdad, Jay, es lo mejor.
Le hace a un lado con delicadeza, y tira de la maleta.
– Lo siento, de verdad- dice Eloise, dándose la vuelta un segundo.
– Yo también lo siento.
Eloise sube al ascensor, Jacques se apoya contra la puerta. Vacío. Otra vez vuelta a empezar.

IV
– ¿Ha estado Lucille aquí?

– ¿Quién?
– La amiga de Itzel.
– Ah, ¿Debería?
Colin sonríe, intentando adivinar si hay algún tipo de interés inherente en la pregunta de Edmund. Él hace una mueca.
– Estaría mucho más tranquilo si tu respuesta fuese negativa.
Colin se echa a reír.
– No, no ha estado aquí.
Edmund respira aliviado.
– Sin embargo, Itzel me ha dicho que ha preguntado por ti. Le causaste una gran impresión, ¿Eh?
Edmund pone los ojos en blanco.
– Eres un amargado.
– No lo soy.
– ¿Ah, no?
– ¡No! Pero no me gustan ese tipo de mujeres.
Colin se apoya sobre el respaldo con gesto pensativo.
– Yo le doy gracias al cielo todos los días porque existan ese tipo de mujeres- mira a Edmund, intenta adivinar qué se esconde tras esa máscara— ¿Qué es exactamente lo que te disgusta? Son mujeres sin tapujos, que saben lo que quieren y lo toman. ¿Cuál es el problema?
Edmund se aparta durante unos segundos del curso de sus pensamientos para pensar la pregunta.
– Supongo que prefiero la intriga de no saber qué va a pasar, de que no haya nada decidido.
– Eso es lo más estúpido que he oído hoy.
Edmund ríe, Colin se encoge de hombros.
– ¿Y qué has hecho?
Edmund se encoge de hombros. Lo único importante es que una chica desconocida le ha abrazado y después ha huido de él sin decir una palabra.
– Estuve en la playa, como te dije. Después fui a comer a un restaurante nuevo que está a dos manzanas de aquí, tendrías que probarlo. Seguramente a Itzel le...
Colin agita la mano, interrumpiendo la frase.
– Regla número noventaidós, no hay que abusar de las salidas a comer.
Edmund pone los ojos en blanco. Colin, y su terror al compromiso. Siempre igual.
– Me voy a la ducha.
Se levanta perezosamente, bajo la mirada atenta de su amigo, que permanece sentado en el sofá con los pies apoyados sobre la mesa.
– Y baja los pies que luego comemos ahí.
– Es mi lado de la mesa- dice Colin sin moverse ni un centímetro.
– Ya.
Edmund se marcha, no le importa si no ha conseguido que Colin mueva los pies. Tiene razón, si a él no le importa que su lado de la mesa huela a pies, allá él.

V
El móvil vibra dos veces sobre la mesilla, y Danielle pega un salto en la cama.

Es un mensaje de Jacques.
« Eloise se ha ido, otra vez»
Danielle deja el libro de poesías que estaba leyendo, y se apoya en la almohada.
«La relación entre Jacques y Eloise es tortuosa», piensa.
Después suspira. Hace ya casi dos años que no tiene ninguna relación, el último chico con el que estuvo la convenció de olvidarse de los hombres durante una larga temporada. Pero ahora… Echa de menos el amor.
– Tonterías…- dice, y se levanta.
Va al comedor, coge el teléfono.
– ¿Diga?
– ¿Está Blanche por ahí?- responde Danielle.
La echa más en falta de lo que esperaba.
– Ah, Danielle. Un segundito…-tapa el auricular del teléfono para gritar— ¡Blanche! Es tu hermana…
La muchachita deja a un lado la muñeca con la que está jugando, y se dirige al teléfono con reticencia.
– ¡Hola Dani!
Sonríe ampliamente al oír la voz de su hermana pequeña.
– Hola chiquitina. ¿Qué tal lo estás pasando?
– Muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy, muy bien.
– ¿Qué estás haciendo ahora?
Blanche se rasca la ceja antes de contestar.
– ¿Hablar contigo?
– No…
– Estaba jugando a las mamás…- interrumpe Blanche. Había entendido la pregunta de Danielle a la primera.
– Los peces te echan de menos.
– ¡Oh!- Blanche sonríe— ¿Están todos bien? ¡Dime que están todos bien!
– Claro.
Blanche suspira aliviada. Danielle frunce el ceño, y piensa.
« ¿Qué manía les ha dado a todos con que no soy capaz de cuidar bien a los peces!»
– Bueno, ¡Me voy a seguir jugando!
– ¡Espera!
Vano intento de no quedarse atrapada de nuevo en el silencio de su casa, pero Blanche le tira un beso y cuelga. Y Danielle vuelve a suspirar.
«Si me quedo aquí sola moriré de depresión», piensa, y marca otro número.
– ¿Mhí?
– ¿Jacques?
– Oh, Dmnhielle eres nhftú.
– Oye, ¿Estás bien?
Por su voz parece que se ha convertido en una masa de lágrimas y mocos.
Se suena la nariz antes de contestar.
– He tenido días mejores.
Su voz sigue sonando ronca y ahogada.
– ¿Te vienes a mi casa?- duda ella. Tal vez a Jacques sólo le apetece hundirse en un hoyo de sábanas y dormir hasta que pase un día o dos.
– Sí, por favor.
Ella respira hondo.
– Bien. ¿Te traes una peli del videoclub y la vemos?
– Sí.
– Nada de películas depresivas, y/o románticas.
– Hecho- dice Jacques, volviéndose a sonar. No cree poder sobrevivir a una película de esa índole.
– Hazme una llamada perdida cuando estés llegando, y pongo las palomitas en el microondas.
Cuelgan. Y ambos respiran aliviados. La soledad que les estaba invadiendo antes de aquella llamada, ahora se repliega. Temporalmente vencida.

VI
– Es domingo, día de chicos- repite Colin, frunciendo el ceño mientras Edmund se encoge de hombros al otro lado del teléfono.
– No me apetece ésta semana- responde, cambiando el peso entre ambas piernas. El brazo que sujeta la barra del metro se le ha dormido y llegan hormigueos desde la punta de los dedos hasta el codo.
– ¡Edmund!- exclama— ¿Cómo se lo voy a explicar a…?
Pero Edmund ya ha dejado de escucharle.
– Ahora te llamo- dice, casi susurrando, y cuelga.
La ha visto, está allí, en el otro vagón.
Su corazón rompe a latir, irregularmente. Guarda el móvil en el bolsillo y atraviesa el camino que los separa. Ésta vez no puede salir corriendo, no. Están dentro de un tren entre dos estaciones.
Ella está con la cabeza gacha, moviendo los pies al ritmo de la música de su mp3. Pega un salto cuando una mano la agarra suavemente del antebrazo, y casi grita un improperio. En cambio pega un codazo en la dirección de dónde proviene la mano, y sonríe al oír un gemido. Su autodefensa ha sido efectiva.
– Oh.
Edmund se agarra la tripa con el brazo que tiene libre y se dobla sobre sí mismo, todo sin soltar el brazo de Danielle, que le mira desconcertada. Se quita los cascos.
– ¿Te…Conozco?- pregunta, enarcando las cejas mientras trata de liberarse. Su cara le resulta muy familiar… Sólo tarda unos segundos en descubrir por qué.
Mmm… ¡Sí! ¡El chico que le había parecido tan guapo el otro día!
Edmund se incorpora, y jadea. ¡Qué daño le ha hecho la muy bruta!
– Au…
Ella observa su antebrazo, aún sujeto y dice:
– ¿Por qué no me sueltas? No voy a escaparme.
Ella pone los ojos en blanco, y él suelta el brazo, teniendo la impresión de que ella volverá a salir huyendo. Pero no. Danielle no se mueve ni un centímetro, siente curiosidad. Le mira fijamente.
– Entonces… ¿Nos conocemos?- pregunta Edmund, cruzando los brazos sobre su abdomen dolorido. Sus cejas se alzan levemente, y ladea la cabeza sin darse cuenta.
– Creo que has sido tú el psicópata que ha venido y me ha agarrado del brazo como si la vida te fuese en ello… ¿No soy yo la que debería preguntar?
Edmund traga saliva.
– Ayer…- No se puede creer que tenga que explicarle que en realidad ella es la psicópata si no recuerda que le abrazó y luego salió corriendo. Y la que le acaba de dar un codazo bestial.
Danielle enarca las cejas.
– ¿Y bien?
– Bueno… Entonces no nos conocemos.
Si ella no desea mencionarlo, él tampoco. Se da la vuelta, casi seguro de que ella dirá algo. Parece la clase de persona que no se deja aturdir con facilidad.
– ¡Eh, Espera!
Edmund sonríe a medias y vuelve a girarse.
– ¿Sí?
– Siento haberte golpeado. Pensé que eras un violador.
– No te preocupes- dice Edmund, pero Danielle no ha acabado la frase:
– Ahora comprendo que sólo eres un chiflado inofensivo.
La sonrisa de Edmund se congela.
– ¿Chiflado?
Ella sonríe, intentando adivinar qué está pensando. En el fondo, está divertida.
– Sí, eso he dicho.
– ¿Chiflado?- vuelve a repetir él— No soy yo el que te abrazó y después salió corriendo. Sin decir nada.
Hace una mueca. Al fin tuvo que soltarlo. Dios mío, ¡Sí que le había molestado!
– ¿Perdón?
Es ahora Danielle la que se desconcierta. ¿Qué está diciendo?
– Yo no he…
– Sí, lo hiciste. Yo no soy ningún loco. Tú eres la que no recuerdas lo que haces.
Se miran fijamente, con el ceño fruncido y los ojos entornados. Aparentemente molestos. Pero segundos después, Danielle se echa a reír a carcajadas.
– Danielle Baicry— le tiende la mano, y él se la estrecha, confuso. Un calambre recorre su mano al tocarla, pero ella parece no notarlo.
– Edmund Fontaine.
Suelta su mano, y le mira fijamente. Aquellos ojos grises… Brillan de una forma extraña.
– ¿Edmund?- ella arruga los labios. ¿Qué? ¿Qué es?— No tienes cara de llamarte Edmund.
Él enarca las cejas.
– ¿Por qué no?
Se encoge de hombros.
– No lo sé.
Él respira hondo. Está hablando con ella, puede oír el sonido de su voz, y mirarla fijamente sin temor a que ella llame a la policía. Y es tan hermosa…
– Y Danielle… ¿En qué trabajas?
Quiere saber todo de ella.
– Soy enfermera. ¿Y Tú?
– Soy alumno de física. Pero mientras tanto trabajo en la biblioteca.
– Ah...
Edmund medio sonríe. Se les acaba la conversación. ¿Qué puede decir? En realidad no sabe si tienen algo en común, aparte de aquel metro en el que viajan los dos. Aunque sí que lo tienen. Bastante más que eso.
Pero ella se le adelanta. Aún persiste con el tema.
– Entonces se supone que ayer te abracé, ¿No?
Danielle sonríe, pensando:
« Si esta es su técnica para ligar… No le servirá de mucho ser tan absolutamente perfecto»
– No se supone. Lo hiciste.
– ¿Dónde, exactamente?
– En Rue Keufer al lado de Parc Kellerman.
Ella frunce los labios. Es verdad que pasó por esa calle ayer. Durante unos instantes siente miedo.
– ¿Me has estado espiando?- el miedo a dado paso a la indignación.
– Yo… ¿Qué? ¿Por qué habría de espiarte?
– Dímelo tú. Eres el psicópata, no yo.
Edmund inspira aire profundamente.
– Y dale con eso. Si no me hubieses abrazado sin motivo, yo no estaría aquí hablando contigo.
– Que yo no te he abrazado. Lo recordaría, ¿Sabes?
Él medio sonríe, y se encoge de hombros.
– Como quieras.
– ¿Entonces me das la razón?
– No. Es la primera cosa en la que no estamos de acuerdo.
Danielle mira el andén, frustrada.
– Y la última. Ésta es mi parada- gruñe.
A Edmund se le escapa una palabra.
– Tolbiac.
Ni siquiera necesita mirar al exterior para saberlo.
– Exacto.
El metro tarda unos segundos más en detenerse, mientras ambos se observan en silencio. Él se pregunta cómo debe despedirse, pero ella no. Simplemente dice mientras le señala con el dedo índice:
– Ni se te ocurra seguir espiándome.
Después se da la vuelta, y se abre paso entre la gente. Sonríe, mientras se coloca los cascos en las orejas de nuevo.
Y Edmund resopla, exasperado. Aquella conversación no ha sido exactamente como esperaba. Así es la vida, las expectativas nunca se acercan a la realidad.

VII
Cuando el tren se ha puesto ya en marcha, Danielle se gira.
« ¿Qué ha sido todo eso?», se pregunta.
La respuesta que le da el mundo es una llamada de teléfono.
– ¿Sí?
Una voz ronquea al otro lado.
– Acabo de despertarme. ¿Qué quieres para comer?
– Sorpréndeme.
Sonríe ampliamente.
« ¡Sorpréndeme!», Algún día le gritaría eso a la vida.
– Las sorpresas no siempre son agradables- Jacques traga saliva, recordando cómo había acabado la visita sorpresa de Eloise.
Ya está bien, debe dejar de pensar en ella. No puede depender cada día de ella, no. Ella se ha ido. C’est fini.
– Ésta lo será…
No tiene modo alguno de saber lo que Jacques está pensando, pero la amargura de su voz la hace entender.
– Estoy allí enseguida.
– No es necesario que te apresures- contesta Jacques negando con la cabeza a la vez que habla. ¿Qué se piensa, que va a cometer una locura? ¡Por favor!
– Lo sé- ella pone los ojos en blanco y camina más deprisa.
– Comida- dice él escuetamente, después cuelga.
Pensándolo mejor, no tiene ni pizca de ganas de cocinar. Con el teléfono aún en la mano, rebusca entre las revistas que hay en la mesa. En una de ellas encuentra el número del restaurante chino que hay a un par de manzanas. Se encoge de hombros. Aquello sería una sorpresa, al fin y al cabo.
Danielle entra por la puerta diez minutos después, adelantando al chino en motocicleta que espera a que el semáforo se ponga en verde para recorrer el camino que le queda hasta el aparcamiento que está libre, al lado de los cubos de basura. Sube en ascensor y Jacques abre la puerta. No era a Danielle a quién esperaba.
– ¡Qué rapidez!- dice.
Danielle mueve las aletas de la nariz y frunce los labios.
– No huele a comida.
Jacques sonríe.
– Muy observadora. Te has adelantado a la comida.
En ese momento suena el interfono, el chino ha conseguido aparcar en un santiamén.
– Ahí está.
Hace pasar a Danielle, y le señala que vaya al comedor con un gesto de manos. Después contesta al interfono, el chino dice “Lestaulante Chon-la” con pronunciada voz nasal.
– Sube- responde Jacques, después pulsa el botón.
Danielle suelta una exclamación ahogada desde el comedor.
– ¡Orgullo y prejuicio!
Jacques llega a tiempo de ver su baile espasmódico abrazando al DVD conseguido en el videoclub. Bendito, y cercano videoclub.
– Veo que te ha hecho ilusión.
Ella sonríe, dibujándose un hoyuelo encima de cada comisura. Cambia de expresión al observar el aspecto desaliñado que presenta su amigo.
– ¿Has bajado así a la calle?
Él se encoge de hombros. El timbre suena, librándole de aquella pregunta incómoda.
Un chino regordete aparece en su campo de visión, jadeando. Probablemente ha subido las escaleras andando, ¿Fobia a los ascensores? Jacques sonríe.
– Hola.
– Aquí tiene su pedido. Son veinte eulos con cincuenta.
No tiene tiempo para hacer amistades, tiene tres pedidos más esperándole en la caja de su vieja motocicleta.
Jacques rebusca en su bolsillo, y le tiende el dinero, despidiéndose después.
Danielle aparece a su lado.
– Mmm… Comida china.
– ¿Te gusta la sorpresa?
Ella ríe. Aún abraza el DVD del videoclub.
– Creo que sí.
Él sonríe.
– Bien.
Danielle abre la bolsa que les ha traído el chino, y después levanta la cabeza.
– ¿Estás seguro de que orgullo y prejuicio es la elección correcta para tu estado de ánimo?
Jacques arruga la nariz.
– ¿Qué estado de ánimo? Estoy perfectamente.
– Conmigo no tienes por qué fingir. Se te ve, incluso sin mirarte.
Jacques sacude la cabeza mientras busca los platos en el armario.
– ¿Y si sólo vemos la parte en la que ella le odia?
Danielle sonríe.
– Trato hecho.
Ponen la mesa, y empiezan a ver la película mientras se pelean con los palillos chinos —ninguno de ellos es un experto en su uso—. Casi pueden interpretar los papeles de los protagonistas. Es la película favorita de Danielle, y la han visto tantísimas veces que se saben el diálogo de memoria. Cuando están acabando de comer, suena el teléfono. Danielle se levanta a cogerlo de un salto, y corre hasta el salón.
– ¿Sí?
– Hola, Dani.
– Oh, Blanche, ¿Qué tal? ¿A qué hora quieres que te recoja?
– Por eso te llamaba. ¿Me puedo quedar esta tarde en casa de Nicolette? Su papá me ha dicho que me trae él a casa.
Danielle mira un segundo en dirección a la cocina, donde está Jacques, fingiendo que todo va de perlas.
– Sí, está bien. Pero a la hora de la cena en casa.
– Sí, sí, pesada- Blanche se ríe— ¿Cómo están mis peces?
Danielle hace una mueca. Ups. Se le había olvidado echarles de comer.
– Están todos bien, no te preocupes- dice, a la vez que cruza los dedos para que sea verdad.
«Por favor, que estén todos bien»
– Genial. Luego nos vemos.
– Vale. Pórtate bien, ¿Eh?
– ¡Que síiiiiii!
Blanche es la primera en colgar. Danielle se dirige directamente a mirar los peces.
Desde la cocina se oye claramente una palabrota:
– ¡Oh, merde!
Jacques acude rápidamente.
– ¿Qué pasa?
Danielle sonríe, avergonzada. Hay un pez flotando en el agua, sin vida. Los demás están bien, al menos aún. Jacques sacude la cabeza.
– Te lo dije.
Danielle resopla.
– Tendré que comprar otro. Sólo espero que Blanche no se dé cuenta.
Echa de comer a los demás peces, que a esas alturas eran todos caníbales y peleaban por los restos del pobre desgraciado, y saca al susodicho pez del acuario.
– ¿Ves? Ya tenemos plan para esta tarde.
Jacques sonríe, bueno, al menos lo intenta. Danielle le mira fijamente.
– ¿Del uno al diez, cuánto?
– Siete.
En una escala de diez puntos, Jacques tenía un siete; Una depresión notable.
Ella suspira.
– Te dijo que la llamaras, ¿Lo vas a hacer?
Él se encogió de hombros.
– Probablemente sí.
Danielle volvió a suspirar.

VIII
– ¿Te parece bonito?- se queja Colin, cruzado de brazos en el sofá con los labios fruncidos en una mueca de enfado.
– ¿El qué?- pregunta Edmund, desorientado. Lleva todo el camino a casa pensando en Danielle.
– ¿Cómo que el qué?- Colin enarca las cejas— He tenido que llamar a los chicos para decirles que esta semana de baloncesto nada… ¿Te parece bien? ¿Qué bicho te ha picado?
– No me apetecía…
– No te apetecía, ¿eh?
Edmund arruga la nariz.
– No.
– Llevamos saliendo los domingos a jugar al baloncesto desde el instituto… ¿Y rompes una tradición de años, sólo porque no te apetecía?
– Eh… ¿Sí? Vamos, Colin, tampoco es para tanto.
Colin resopla, pero no dice nada.
– Vamos… No seas injusto… Hay veces que tú no has ido.
– Ya, bueno, pero es distinto. Yo al menos tenía un motivo, con unas bonitas curvas, nombre y apellidos.
Edmund se ríe, sacudiendo la cabeza.
– ¿Si yo lo tuviera no estarías enfadado?
– ¿Lo tienes?- Colin enarca las cejas, desconfiado. Finalmente concluye— No, no lo tienes. Simplemente mírate.
– ¿Qué?- Edmund se echó un vistazo en el espejo.
– Vamos, que si hubiera una mujer en tu vida, no tendrías esa cara de amargado.
– ¿Amargado? ¿Yo?
– No, mi prima la de España. Que sí, tío, que necesitas tomarte la vida un poco menos en serio. Disfruta. La vida es corta.
– Colin, te estás pasando.
– No. ¿Sabes? No. Ya es hora de que alguien te lo diga. Estás dejando pasar tu vida mientras te centras en otras cosas.
Edmund pone los ojos en blanco y toma aire profundamente.
– Vale, pues haberte ido sin mí. No sé qué haces aquí, la verdad.
– Si no vas tú me falta la mano derecha.
Edmund, que está irritado y a punto de poner el grito en el cielo se da la vuelta, sorprendido.
– ¿Qué has dicho?
– Pues eso. Que si no vas… Bah, suena muy cursi, ¿De verdad quieres que lo repita?
– Por favor…
– Coño, en síntesis, que eres mi mano derecha, al menos en baloncesto.
Edmund se echa a reír.
– Gracias por la puntualización.
Colin sacude la cabeza, menos molesto.
– Bueno, a ver, ¿Qué es lo que ha pasado?
Edmund se encoge de hombros.
– No, no. Suéltalo. Esa insinuación de que puede que haya unas curvas distintas a las de la carretera en tu vida no puede quedar sin explorar. Por favor, dime que no has vuelto con Marine.
– No he vuelto con Marine- dice Edmund, suspirando. Marine. Casi había logrado apartarla de su mente.
Colin está aliviado, aunque se esfuerza en no aparentarlo. Quiere enfocar la conversación en la nueva mujer, no en la antigua.
– ¿Así que…?
– ¿No decías que no podía existir otra mujer con esa cara de amargado que tengo?
– Lo retiro.
Edmund frunce el ceño.
– ¿Retiras que tenga cara de amargado, o que pueda existir una mujer?
– Lo segundo.
– ¿Y en qué te basas?
– En que tú no insinúas mentiras. Odias mentir.
– Vale, vale. Tienes razón.
Pasan unos segundos, en los que Colin espera, y Edmund se niega a hablar.
– ¿Entonces qué?- Colin se cansa del silencio.
– Entonces nada. El día que se me quite esta cara de amargado te contaré.
Colin se ríe.
– Uh, te ha molestado de verdad.
– Sí.
– No te lo tomes tan a pecho. Sólo quiero decir que no estaría mal que sonrieses un poco más.
Edmund se moja los labios con la lengua.
– Bueno, de todas formas, creo que mantendré las expectativas hasta ver qué pasa. No quiero gafarlo.
Colin pone los ojos en blanco, y después entreabre los labios, cavilando.
– No será la amiga de Itzel, ¿Verdad?
Edmund da un respingo.
– ¡No! Por supuesto que no.
– Lo has dicho como si fuera un coco.
– No lo es. Sólo que no me gusta…
– …Esa clase de mujeres- termina Colin— ¿Sabes? Eres un santurrón insoportable. No sé porque soy tu amigo.
Edmund carraspea.
– Pues soy tu mano derecha… En baloncesto.