miércoles, 24 de febrero de 2010

II

II
Él la observa mientras sale del vagón, esperando que ella se gire, que le dé un signo de reconocimiento, algo. Se pregunta, ¿A dónde irá? ¿Cómo será?
Aún no ha recordado de qué le suena su cara. Sólo sabe que algo se le escapa…

– ¿Qué horas son éstas de llegar?- pregunta el señor Lamboige, hinchando los carrillos, como si intentase respirar todo el aire de la sala, asfixiándole como castigo por llegar tarde.
– Lo siento, señor, el metro iba fatal- miente Edmund, mirándole a los ojos, asegurándose de ser lo bastante convincente. La verdad es que se había quedado dormido.
– Ya, claro, está lloviendo- admite Lamboige haciendo una mueca— pero que no vuelva a ocurrir.
«El saber estar, es el saber estar», piensa Edmund, contando los segundos que tardaría en escuchar aquella frase.
– El saber estar… Es el saber estar- dice él, un segundo después de lo acostumbrado.
Aquella es la frase favorita del señor Lamboige, y nunca desperdicia ninguna ocasión de utilizarla.
– Lo sé, señor.
El señor Lamboige aprieta los labios, y Edmund escapa. Lamboige es, sin duda alguna, una de las personas más pedantes del mundo. Y también, su superior.
Sube las escaleras, hasta la segunda planta, donde le espera una buena pila de libros por ordenar.
– Buenos días, señora T.- saluda Edmund al pasar al lado de una ancianita que lee un grueso libro con sus anchas gafas prehistóricas.
– Buenos días, hijo- saluda ella, mientras alza la cabeza. Sus ojos, arrugados pero vivaces, se ven enormes tras aquellos cristales de culo de vaso. Ella fue la bibliotecaria antes que Edmund, y por eso goza de algunos privilegios. Entrar en la biblioteca antes de la hora de apertura es uno de ellos.
Edmund enciende el ordenador, mientras éste chasquea jadeante, esforzándose en arrancar. El pobre ordenador es más viejo que matusalén.
– Venga, amiguito- alienta Edmund, golpeteando la mesa con las yemas de los dedos. Al fin aparece la imagen de inicio de Windows.
Teclea rápidamente la contraseña, y lo deja preparado. Después, se pierde entre las estanterías de libros.
– Ajá, física avanzada- se dice a sí mismo, colocando el libro sobre una mesa. No tarda apenas en colocar los libros que había amontonados del día anterior. Vuelve a por el libro de física, y se sienta en su puesto de trabajo.
« Aún quedan dos minutos para que abran la biblioteca, y nunca nadie ha llegado justo a esa hora. El señor Lamboige es un exagerado», piensa, bostezando.
En realidad, estaba destrozado. Étoile, su gata, no le ha dejado pegar ojo en toda la noche. Étoile está en celo, y maullido para arriba, maullido para abajo, el pobre muchacho no ha logrado descansar ni un minuto.
Abre el libro.
« ¿Las letras están borrosas o es que me estoy quedando dormido?»
Por mucho que lo dijeran los refranes, madrugar NO es bueno.

– Perdona, ¿Me puedes decir dónde está la sección de literatura romántica?- pregunta una voz, y Edmund levanta la vista del libro, consciente de que se ha quedado traspuesto. La biblioteca ya está abierta, y algunas mesas están ocupadas por lectores empedernidos o estudiantes agobiados porque tarde o temprano, más bien temprano, llegarán los exámenes.
– Sí, claro. Está en el quinto pasillo, al final.
Ella sonríe, tratando de alargar el momento lo más posible. Es una joven quinceañera, y sus amigas están a varios metros, cuchicheando nerviosas. Edmund ni siquiera lo sospecha, pero ellas acaban de crear un club de fans que lleva su nombre.
– Gracias- dice la muchacha, alargando aún más su sonrisa. Es la cabecilla del grupo, y la más valiente, pues ninguna de las demás se ha atrevido a realizar la misión.
– De nada- responde él, bajando la mirada a su libro.
«No debes dormirte, no debes dormirte»
Pero no es tan fácil convencerse a uno mismo.
La joven se marcha, algo decepcionada, pero sus amigas la reciben como si hubiese conseguido un gran logro.
– ¡Está tan bueno!- cuchichea una de ellas, mordiéndose las uñas, ya desiguales de por sí.
– Será nuestro, nenas- dice la encargada de la expedición, mostrando una renovada confianza en sí misma.
– Sólo necesitáis una buena estrategia de ataque- interviene una tercera, que había madurado algo más deprisa que las demás.
Las cuatro se echan a reír, aunque una de ellas no había dicho nada. Era la más tímida de todas, pero eso no significaba que no opinara lo mismo que las otras tres. Todas, sin excepción, eran un mar de hormonas rugiente. Sólo que una de ellas había aprendido a controlarse.

Edmund, levanta la vista, fijándose unos segundos en aquellas cuatro chicas, cuyas voces se oían, aunque no se entendía qué decían. También ve a lo lejos a un hombre bajito, de gafas redondas y pelo ralo que enarca las cejas en un gesto de indignación. Se aproxima hacia ellas.
« Pobres, la que les ha caído», piensa.
– Señoritas, he de recordarles que esto es una biblioteca- susurra el señor Lamboige, crispado.
Los murmullos de las jóvenes se apagan, girándose avergonzadas.
– Lo siento, señor- se disculpa la muchacha tímida, la única que no había abierto la boca, mientras sus mejillas toman un color rojo intenso.
Sus amigas la secundan al unísono, menos arrepentidas de lo que puede parecer. Pero el señor Lamboige parece convencido.
– El saber estar, es el saber estar, señoritas- recita, como quién reza un ave maría. Después, se aleja, convencido de que aquellas jovencitas no volverían a armar jaleo.
Son jóvenes y rebeldes, eso es prácticamente imposible.
– ¡Será viejo caduco…!- refunfuña una de ellas, mientras se dirigen a la sección de literatura romántica. Hay que aparentar, aunque en realidad iban a preparar una estrategia de abordaje.
– ¡Lilly!- exclama Monique, la muchacha tímida, sorprendida de la insolencia de su amiga.
Pero varios segundos después todas ríen, mientras observaban a Edmund desde el que sería su rincón de vigilancia, en la quinta sección.

– Los jóvenes de hoy en día no son lo que eran- afirma Lamboige mientras Edmund finge escribir a toda prisa. Debía haber imaginado que después le tocaba a él, “Cuando veas las barbas de tu vecino pelar, pon las tuyas a remojar” dice el refrán.
– Tiene usted toda la razón- en un año que llevaba trabajando allí, todavía no ha dejado de hablarle de usted, ni siquiera se sabe su nombre.
La señora T. sale en su ayuda, distrayendo al señor Lamboige.
– Ay, Hubert- ella sí conoce su nombre de pila— He acabado ya el libro, ¿Puedes ayudarme a buscar “Las llanuras del tránsito”?
– Como no.
Acompaña a la señora T. que le guió incorrectamente. Se gira un segundo, el tiempo necesario para guiñarle un ojo a Edmund.
Él articula un «gracias», observando como la anciana se las apaña sola para entretener a su supervisor, arrastrándole cada vez más lejos. Algún día, Edmund le pedirá que le enseñara cómo hacerlo.