martes, 23 de febrero de 2010

Capítulo 1. Ella

Danielle baja del metro, decepcionada. No ha podido dejar de mirar a aquel joven tan guapo, y sin embargo él...
« Ni siquiera me ha mirado», piensa ella, mientras sube las escaleras hacia el exterior.
Pero está equivocada. El destino había hecho que él la mirase cada vez que ella apartaba la vista. La vida es complicada.
Una ráfaga de aire frío la bambolea, y la lluvia borra de su mente aquel pensamiento. No queda nada. En realidad, tiene demasiada prisa como para pararse a pensar en un simple desconocido. Es lunes, y llega extremadamente tarde.
– Buenos días- saluda, como cada mañana, al guardia de seguridad que vigila la puerta.
“Presurosa, pero amable”, aquel era uno de sus lemas favoritos.
El vigilante se sobresalta aquel día, pues se ha quedado dormido con la cabeza oculta entre las manos. Tarda unos segundos en enfocar la vista, y aún unos más en responder.
– Muy buenos días, señorita Baicry.
Pero Danielle ya está demasiado lejos para oírlo.
Ella anda rápidamente hacia los vestuarios —por eso de que correr en un hospital está mal visto—, mirando a cada segundo el reloj.
« Creo que lo conseguiré», se anima, mientras mete la cabeza en la parte de arriba del pijama.
Bolígrafos, folios escritos de días anteriores, esparadrapos varios, y algún que otro guante caen al suelo al sacar el pantalón de la taquilla, «Y algún día recogeré este desastre»
Pero aquel no sería ese día.
Sube por las escaleras, satisfecha. Se ha cambiado en un tiempo récord. Atraviesa la puerta que daba a la zona de psiquiatría cuando el reloj marca las ocho en punto.

Thibaut, un paciente con doble personalidad, le saluda quitándose su sombrero imaginario. En realidad, sólo él sabe que se trata de un casco de guerrero romano.
– Buenos días, señor Castelnou, se le ve muy bien esta mañana- responde ella, sonriendo.
El anciano sostiene su casco entre los brazos hasta que la joven deja de mirarle, colocándoselo ligeramente ladeado hacia la izquierda. Nadie se daría cuenta de aquel detalle.
Danielle sólo puede dar unos pasos más antes de que Marie Ann se cruce en su camino. Aquella mujer rechoncha, de aspecto rubicundo, corre como alma que lleva el diablo.
– Buenos días, Danielle- saluda, deteniéndose de un brinco. Jadea, extenuada por la carrera.
– Buenos días, Marie. ¿Por qué corrías de esa manera?
La mujer mira a sus espaldas con nerviosismo. Por unos segundos había olvidado todo al ver a Danielle.
– Dos perros me persiguen.
– ¿Dos perros…?- inquiere la joven, extrañada.
Pero justo en aquel instante dos sanitarios cruzan la esquina, caminando rápido. Recordemos, está mal visto correr en un hospital.
– ¡Ahí vienen!- aúlla Marie Ann, agitada- ¡Tengo que huir!
Danielle podía haber detenido a la mujer, y haber evitado que siguiese corriendo, pero los «perros» eran Ben Nyer y Roger Fosse. Ellos le habían hecho la vida imposible a la joven desde el principio de los tiempos.
– Corre, Marie. No te dejes atrapar- susurra, mientras la mujer se alejaba velozmente.
Nyer y Fosse pasan a su lado, pero ella finge no verles, ocultando una sonrisa.
« Os está bien empleado», se dice doblando la esquina, disfrutando de aquella pequeña venganza.
Llega al control de enfermería, y saluda. Algunos contestan, otros simplemente levantan la cabeza.
– ¡Danielle!- exclama Nadine, saliendo del baño dando saltitos. En realidad era la única verdadera amiga que tenía en aquel hospital. Lo demás eran simplemente conocidos.
Se abrazan, contentas de verse la una a la otra. Tan sólo llevaban dos días sin verse —el fin de semana había librado Nadine—, pero había parecido una eternidad.
– Volvemos a ser dos contra el clan de los malditos- susurra la joven, procurando que nadie más oyera aquella frase. Los jefes del clan son Nyer y Fosse; en realidad eran los únicos integrantes. Después está el grupo de las rancias, conformado por algunas enfermeras muy desagradables.
– El fin de semana fue terrible- responde Danielle, suspirando.
El fin de semana, sin duda, eran los dos días en los que se juntaba todo. Podían haber tenido una semana de lo más tranquila, que el fin de semana iba a ser desquiciante, sí o sí. No cabía otra posibilidad.
Se oye un grito a lo lejos, y Danielle supone que los perros habían logrado arrinconar a Marie Ann. Toda una pena, pues eso significaba que ellos habían vencido.

Un joven les informa de qué había pasado durante la noche, mientras ellas cruzan significativas miradas. Patrick, uno de los enfermeros de la noche, es muy sexy. Más de lo permitido en la ley de “Quiero enterarme del parte, por favor Patrick no”, creada por la propia Nadine. Las jóvenes — sobre todo Nadine—, se quedan tan embobadas mirando al muchacho que no se enteran de la misa la mitad.
¡Menos mal que dejan escritas todas las incidencias en el ordenador!
Sí, todo estaba informatizado desde que un paciente esquizofrénico se coló en el control y rompió todos los papeles para formar una hoguera después. Nunca encontraron al dueño del mechero, porque confesar aquel error les costaría el empleo.
¿Que por qué no había nadie en el control? Porque justo había habido una parada, y estaban todos formando parte de la reanimación. Los pacientes están demenciados, pero eligen el momento idóneo para actuar. Son astutos como los zorros.
– Hasta mañana, Patrick- dice Nadine guiñándole un ojo. Él le sonríe ampliamente.
– ¿Has visto eso?- susurra la joven, cuando Patrick se cuela en el cuarto de baño para cambiarse.
Danielle se encoge de hombros. En realidad, no entiende por qué su amiga no ha «atacado» aún. Llevan tonteando al menos tres meses, pero ella no se decide a dar el paso.
– Éste es el motivo por el que no pido el cambio de unidad.
Danielle arruga el morro.
– Gracias, ¿Eh?
– También es por ti- añade Nadine, sonriendo inocentemente. Cuando de Patrick se trata, la muchacha pierde la cabeza.
– Ya- responde ella, poco convencida.
«Las rancias», un par de enfermeras que se llevaban muy bien entre ellas, pero que no admiten más personas en el club, hablan también de Patrick. Sólo que no bien, precisamente. Siempre tienen algo que criticar, en su caso, la facilidad para hablar con los pacientes, incluso los que se encontraban en una crisis psicótica.
– ¡Qué descaro!- exclama una de ellas.
– No tiene ningún tipo de respeto- dice la otra.
Pero en realidad le tienen envidia. Envidia por su capacidad natural para llegar a la gente.

– ¡Mira cuánta medicación tengo hoy!- exclama Nadine, orgullosa de sus tres bandejas llenas hasta arriba de sueros, inyecciones y pastillas. Es su segundo año trabajando, y aún no ha perdido la ilusión. No como las rancias, cuyo lema es: «Cuanto menos trabajo, mejor»
– Creo que te supero- reta Danielle, sonriendo. Quiere distraer a Nadine, pues acaba de descubrir que el tensiómetro está libre. ¡El único tensiómetro de la unidad!
– ¡Eso habrá que verlo!- exclama la joven, inspeccionando con mirada crítica las bateas de su compañera.
Danielle aprovecha ese momento para dar dos pasos, y agenciarse el tensiómetro. Nadine tarda aún varios segundos en reaccionar, y después se cruza de brazos.
– Has vuelto a engañarme- refunfuña.
– Pero has ganado. Tienes más medicación que yo.
La joven escapa triunfalmente, ambas han quedado satisfechas. Marie Ann es la primera a quien le toma la tensión, y ésta le cuenta cómo había huido de los «perros» hasta que sus rodillas habían flaqueado.
– ¡Mira lo que me hicieron esos desgraciados!- exclama, mostrando sus brazos impolutos. Marie Ann Leclerc sufre alucinaciones- La próxima vez conseguiré escapar.
– Yo me encargaré de ellos la próxima vez- asegura Danielle. Tampoco es bueno que sus pacientes trotaran como potros por los pasillos del hospital.
– Ay, gracias hija- agarra las manos de la joven, agradecida— Vaya heridas me han hecho esos animales.
Danielle sonríe. El karma da a cada uno lo que se merece.
Después le toma la tensión a Aubin Cussier, un paciente con alzheimer.
– Eres nueva, ¿Verdad?- pregunta. Aquella es la pregunta acostumbrada desde el primer día que ingresó, hacía dos semanas.
– No, señor. Es posible que no me recuerde.
Danielle siempre le da la misma respuesta. Y él dice:
– Mis nietos vendrán hoy a verme. Adoro a esos renacuajos.
Aquello se había convertido ya en una especie de tradición. Y sin saber por qué, aún aquella frase hace sonreír a Danielle.
– Señor Cussier, tiene usted la tensión de un jovenzuelo- dice ella, quitándole el manguito con cuidado. La piel de aquel anciano es como el papel, se rasga sólo con mirarla.
– Si tú supieras… Tengo ya noventainueve años, cielo.
Ella agita la cabeza, mordiéndose el labio. En realidad, tenía ciento tres. Cada día, le dice una edad distinta.
Después le toca el turno a Thibaut Castelnou, que piensa que el manguito del tensiómetro era una de las cadenas con las que le arrastrarían a luchar al coliseo. Tomarle la tensión, eso sí que era una lucha. Pero Danielle siempre conseguía convencerle.
Y así, unos cuantos más, no es necesario abrumaros con tantos nombres. Danielle no tuvo tiempo para aburrirse, que era exactamente lo que más le gustaba de aquella planta. No soporta al clan de los malditos, no aguanta a las rancias, pero adora a sus abuelillos desorientados y su complicada forma de ver la vida.
Pues, como dijo Casimir Delavigne, “En sus momentos de lucidez, todos los locos son sorprendentes”.